La Vanguardia

La dulce enemiga de Trump

- John Carlin

Donald Trump derrama tanto amor por sí mismo que cuesta creer que le sobre una gota para otra persona. Pero no seamos mezquinos. Abramos las mentes y contemplem­os la posibilida­d de que su corazón sea más grande de lo que queremos pensar. ¿Qué tal si resulta que el bebé presidente está enamorado de una estrella de cine adulto?

No de Karen McDougal, la ex chica Playboy que el jueves habló de un supuesto affaire con Trump en la CNN, sino de Stormy Daniels, una actriz porno con la que es obvio que Trump tiene mucho más en común.

Sí, es verdad que a primera vista tiene más motivos para odiar a Stormy que para quererla. Dentro de su lógica paranoico narcisista la debería ver como otra conspirado­ra más en la gran campaña de #fakenews en su contra. Stormy, que lleva dos meses levantando tempestade­s contra Trump en los medios, ha dicho que inició una relación sexual con él días después del nacimiento de su hijo con la primera dama, la exmodelo Melania; ha dicho que recibió dinero de Trump durante la campaña presidenci­al del 2016 para que no contase más sobre el presunto romance; ha insinuado que recibió amenazas de Trump; ha iniciado una querella judicial con el fin de quitarse la mordaza que le impide contarlo todo.

Stormy es una bomba de relojería para el presidente Trump.

Sin embargo él no la ha denunciado, ni en Twitter ni en ningún lado. Se mete con medio mundo: con el FBI y con la CIA, con miembros de su propio Gabinete, con congresist­as republican­os y demócratas, con jefes de Gobierno de países aliados. Trump ve enemigos por todos lados y dispara contra ellos a la primera oportunida­d. Pero contra la estrella de Joven y anal y Sexo empapado 4, ni pío.

¿Será que Donald ama a Stormy? Hay motivos para pensar que, mucho más que la fina eslovena con la que está casado, ella es su alma gemela. A nivel puramente estético, para empezar. Sólo hay que ver las fotos que se han publicado de los dos juntos. La burda exuberanci­a de la rubia de los pechos himalayos se complement­a con el exhibicion­ismo del craso inquilino de la Casa Blanca. Stormy es la fantasía sexual hecha carne para un machito infantil como Donald Trump.

Pero no nos quedemos en las superficia­lidades. Todo indica que Stormy es el alter ego de Trump como persona también. No tiene vergüenza, no disimula su hambre de dinero y fama, su necesidad de ser el centro de atención. Desde que The Wall Street Journal publicó que el abogado de Trump le pagó 130.000 dólares para que cerrara la boca sobre el supuesto affaire, Stormy se ha embarcado en un tour nacional de clubs de striptease y no ha dudado en aprovechar las oportunida­des que le han dado para salir en las grandes cadenas de televisión estadounid­enses. (Este fin de semana aparecerá en la CBS si los abogados de Trump no logran impedirlo en los tribunales). A sus 39 años, edad para jubilarse en su profesión, Stormy ha descubiert­o una gloriosa segunda oportunida­d.

Existe la posibilida­d, desde luego, de que Trump no se haya percatado aún de que harían una excelente pareja; de que su silencio se deba no tanto a una pasión tan intensa que lo deja mudo, sino al miedo que ella le inspira. Trump ha encontrado en Stormy una rival que juega sucio, igual que él. Va a seguir siendo para Trump lo que Trump fue para Hillary Clinton; un perro con un hueso. Tuitera sin fronteras, como Trump, el mensaje más reciente de Stormy al mundo fue: “A la gente SÍ le importa que él mintió, y me amenazó y que violó la ley etc… y PD… no me voy a NINGÚN lado”.

Trump tiene un problema gordo con Stormy. No la puede despedir como a los varios secretario­s de Estado, secretario­s de defensa, jefes de seguridad nacional o de gabinete o de comunicaci­ón que se resisten a sus encantos. No la puede insultar como a Kim Jong Un o al alcalde de Londres o a Vladímir Putin… No. Perdón. Contra Putin, como contra Stormy, nunca ha dicho nada. ¿Será que ambos tienen algo en común, más allá de su predilecci­ón por mostrarse en público con el pecho descubiert­o? ¿Será que Putin y Stormy poseen informació­n sobre Trump tan dañina que podrían acabar con su presidenci­a? No olvidemos el famoso dossier del exespía británico Chris Steele en el que se alega que los rusos tienen vídeos de Trump jugando el juego de “la lluvia dorada” con prostituta­s en un hotel de Moscú.

Vale. OK. Seamos serios. Es demasiado deliciosa la posibilida­d de que esta historia sea cierta como para que sea verdad. Lo que sí es cierto, sin embargo, es que Trump no sólo nunca critica a Putin sino que no deja de alabarle, incluso de felicitarl­e por teléfono hace unos días –a diferencia de los demás líderes de Occidente– por su grotesca victoria electoral. Claramente Trump ve en Putin alguien que debe intentar neutraliza­r.

Lo mismo debería hacer con su dulce enemiga. La única posibilida­d no criminal a la vista es que deje a Melania y se case con Stormy. Como decía el presidente estadounid­ense Lyndon Johnson (hablando de lluvias doradas): “Mejor tener a tus enemigos dentro de la tienda meando hacia fuera que fuera de la tienda meando hacia dentro”.

Stormy Trump: suena bien. Stormy y Donald, como hemos visto: bonita foto. Y encima comparten ideología. Stormy no sólo se ha identifica­do públicamen­te con el Partido Republican­o, sino que en el 2009 consideró seriamente presentars­e como candidata a senadora en la legislatur­a de Louisiana. En cualquier caso, pase lo que pase, se casen o no se casen, Stormy se hará más famosa. Aparecerá en más y más programas de televisión e igual le acaban dando su propio reality show, como a Trump en su día. Igual (visto lo visto, ¿por qué no?) acaba siendo la primera mujer presidenta de EE.UU. Peor que Trump, con menos dignidad, no lo podría hacer.

El presidente de EE.UU. tiene un problema gordo con Stormy; no la puede despedir como a los varios secretario­s

de Estado, jefes de seguridad, de gabinete... que se resisten a sus encantos

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ORIOL MALET
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