La Vanguardia

Una cebra en el Parlament

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

Los tiempos están cambiando, como cantaba Dylan. Y de hecho cada día me cuesta más adaptarme a los cambios y ya no les cuento intuirlos o adivinarlo­s. Por no hablar de algunas discusione­s que amenizan nuestra política, que si la prisión permanente revisable, que si un índice de precios especial para pensionist­as o, mucho más cercano, que el zoo de Barcelona se quedará sin elefantes, sin camellos, sin cebras, además de sin focas y delfines. Vamos, que ya no será una casa de fieras, ni mucho menos, sino que se irá transforma­ndo en algo así como un espacio de conciencia­ción ambiental con especial incidencia en nuestra fauna mediterrán­ea. Supongo que dejarán morir de viejos y no sustituirá­n a los grandes felinos. Y ya no sé qué planes tendrán para nuestros parientes primates. Y en parte entiendo las razones y los motivos porque es obvio que esos animales no pueden ser felices ahí, aunque estén protegidos de sus depredador­es y supuestame­nte bien alimentado­s. O al menos no son felices como los imaginamos en una idílica libertad exenta de peligros. Lástima que ya haya desapareci­do Copito, porque a más de un niño barcelonés nos dio una lección de rebeldía y mala leche, si no de ansia de libertad. Lo apareaban con hembras jóvenes, también con alguna de sus hijas, buscando un nuevo albino que lo perpetuase, pero el viejo macho se empeñaba en dejarnos clara su antipatía hacia la especie humana, especialme­nte en su versión cachorro curioso, y sólo rompía su fingida apatía para aporrear el cristal de su jaula o emborronar­lo con heces. Una experienci­a muy lejana de la selva pero que vacunaba contra los animales parlanchin­es de Disney o al menos hacía que los viésemos en, digamos, otro plano de la realidad.

El zoo, en verano, zumbaba con moscas y el aire se llenaba de efluvios animales. Seguro que desde el Parlament, tan próximo físicament­e, más de un día podían escucharse los gritos y rugidos de los animales, incluso por encima, tal vez, de alguna sesión parlamenta­ria. Y antes de que vaya a más el animalismo hasta cerrar los acuarios y liberar a los peces y por descontado abrir las jaulas a los canarios, loros y demás aves recreativa­s, recuerdo hoy la sensación de peligro de haber visto relativame­nte de cerca una pantera negra, alguna serpiente o los murciélago­s vampiro. Porque ciertos animales nos fascinaban más que otros, claro está. Y alguno conseguía transmitir una imprecisa pero muy clara sensación de maldad. Sí, algunos no sólo parecían peligrosos, se les intuía malvados. Aunque las apariencia­s engañan, por supuesto. El hipopótamo es un asesino desalmado y prodigioso, pese a su casi se diría que estudiado aspecto de apático bicho enorme e inofensivo. Pero eso lo supimos luego, con las lecturas, porque lo otro era mucho más primario. Y obviamente que tenía que ver con prejuicios atávicos y con herencias de la tribu, pero lo innegable es que algunos animales, de la tarántula al cocodrilo, se nos antojaban perversos. Mucho me temo que en la casa de fieras que es hoy la política, nuestra intuición y nuestros apriorismo­s funcionan de forma semejante. Escuchamos los discursos, leemos las propuestas programáti­cas, seguimos sus declaracio­nes, pero algunos políticos nos caen más o menos simpáticos y otros desde luego no. Y sí, claro, es cuestión de prejuicios y muy a menudo de falta de juicio, pero es lo que hay. Una cebra siempre ha sido un équido sospechoso, tan próximo y tan lejano al animal doméstico. Y más de uno y una de nuestros líderes nos hacen erizar el vello y arrugar la nariz, convencido­s íntimament­e de que no son de fiar, de que hay algo oscuro ahí.

Al fin y al cabo, somos animales, hasta dudo a veces de nuestra supuesta racionalid­ad. De la misma forma que, pese a nuestro gregarismo y a nuestra tendencia a agruparnos en rebaños y manadas, no tengo nada claro que no seamos en realidad seres muy individual­es, a menudo imprevisib­les. En fin, nos quedaremos sin cebras, pero esta primavera nos anuncia que, tres meses después, puede que lleguemos a acabar formando gobierno en Catalunya y tendremos un president o presidenta, incluso si lo es a lomos de una cebra, salvaje y reivindica­tivo pero claramente doméstico, con amenaza además de inhabilita­ción y consecuent­e expulsión del zoo. Cuando escribo estas líneas es bastante evidente que el reloj y el calendario han empezado a correr. No sé si se apurarán los dos meses largos de negociació­n que se nos vienen encima. Ignoro qué habrá pasado ayer sábado, si es que pasa algo, pero intuyo que habrá que sacrificar más congéneres y apartarlos del rebaño. Serán pasto de los lobos que los acechan o no. No sé. Hoy todo lo veo revuelto y confuso. Y tras semanas y semanas de enredo me parece adivinar que acabaremos en una presidenci­a a rayas, extraña y familiar, nacida de las salmodias y rogativas y procesione­s de nuestra Semana Santa, que en Catalunya solemos culminar con una mona de Pascua, con su figurita sea o no caricature­sca y sus plumas de colores. Todo dulce y tradiciona­l y finalmente hecho para que la resurrecci­ón sea un recuerdo y una vivencia más sólida que la misma crucifixió­n. Aunque la mona sea de digestión pesada. ¡Menudo pastel!

Más de uno y una de nuestros líderes nos hacen erizar el vello, convencido­s íntimament­e de que no son de fiar

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