Recuerdos del zoo
Viernes (23 de marzo), tres de la tarde. Cada viernes a esa hora, minutos más minutos menos, me pongo a picar –Olivetti Lettera 35– mi terraza. Escribirla es fácil. Me lleva como un par de horas –unas veces más y otras, las más, menos– en picar lo que luego, con la ayuda de mi querida Gemma, la periodista que me ayuda a que esta terraza llegue más o menos decentemente hacia ustedes, se convertirá, gracias al ordenador –que no sólo desconozco sino que me horroriza– en los 5.500 caracteres que me pide el diario. Escribir la terraza es fácil, lo difícil es pensar, decidir sobre qué diablos escribes. Si yo fuese un comentarista político –o como hoy se llame a esas criaturas– me sería la mar de fácil: no sabría dónde escoger. Pero mi terraza se rige por el egotismo sthendaliano: por más que Fulano o Zutano se conviertan en noticia, si no me caen bien o, mejor, no me excitan, los descarto sin contemplaciones de mi terraza. Mi terraza soy yo, es mi terraza, con todas mis virtudes y mis muchos defectos (unos defectos que, huelga decirlo, reivindico tanto o más que mis supuestas virtudes).
Pues bien, a lo que íbamos. El viernes o, mejor, la noche del jueves, ya tenía de qué escribir para la terraza del domingo: el zoo de Barcelona. “El zoo dejará de mostrar los animales más exóticos. El equipamiento dará el protagonismo a las especies autóctonas y al ecosistema mediterráneo” (titular del escrito del colega, admirado colega, Luis Benvenuty, publicado en la sección Vivir de este diario, el pasado martes 20 de marzo). Ya está, iba a hablar de mi zoo desde la elefanta Julia de mi infancia hasta mi amigo, mi copain Copito de Nieve, al que en su día –cincuenta años atrás, poca broma– saludé en el desaparecido Tele/eXprés como “nuestro Lautréamont enjaulado”. Eso, iba a hablar del zoo, de mi zoo: del exotismo y de las especies autóctonas. Pero, ante todo, del exotismo. Porque cuando, a principios de los años cuarenta, recién regresados de Francia, mi padre me lleva al zoológico, la primera imagen que recuerdo es la de las jaulas vacías (¿quién se los había comido?), de miseria, una miseria que, de pronto, desaparece cuando me doy de bruces con el “exotismo”, con la elefanta, con Julia (creo, si no ando equivocado, que así se llamaba). Una Julia espléndida, que te saluda con la trompa, pero que te recuerda, no sé porque, a la madre de Dumbo, la peli de Disney: en la pata derecha de Julia había una argolla. El exotismo estaba encadenado, como Copito de Nieve estaba enjaulado, por muy conde, por muy Lautréamont que fuese. Pero era mi exotismo, como la guardia mora del general Franco que me tenía maravillado y se movía libre por el NO-DO, sin argollas.
Dicen, dice el colega Benvenuty, que a la alcaldesa Colau el zoo le cae gordo, vamos, que no entra en sus principios. Lo comprendo. La alcaldesa no está por el exotismo, por un zoológico como atracción, como circo. Dicen que algunas especies, antes o después, marcharán del zoo. Se irán los tigres, los camellos, las focas, los canguros, los elefantes, los rinocerontes y “el equipamiento dará el protagonismo a las especies autóctonas y al ecosistema mediterráneo”, como leíamos en La Vanguardia del martes. Pero, ojo, quedarán los orangutanes. No sé si la alcaldesa tiene un pariente orangután, pero yo sí tengo un par de ellos, carlistas para más señas.
Sí, yo quería, tenía previsto escribir una terraza sobre el zoo de Barcelona, contarles como cuando cerraban el zoo, saltaba la valla y me iba a la jaula de mi amigo Copito, lo liberaba y juntos nos íbamos a tomar una copa al Boadas y terminábamos en el Cádiz bailando un pasodoble con dos chicas, dos hermanas gemelas, guapísimas, de Vi-
La alcaldesa Colau no está por el exotismo, por un zoológico como atracción, como circo
llafranca de los Barros. Sí, yo quería, tenía previsto escribir eso cuando el viernes, al mediodía, en la terraza del Oller, leyendo La Vanguardia, me encontré con la columna de Sergi Pàmies que reivindicaba a Boadella, a la performance de Boadella (Tabarnia) en Waterloo. Para el amigo y colega Pàmies, el humor, y la libertad de expresión, es decir, Boadella, forman parte de este país. Y, al tercer Jameson, me dije: ¿Y por qué no escribes sobre el zoo con sus tres puertas que dan –y dan– al Parlament? ¿Por qué no escribes sobre un zoo parlamentario en el que la CUP decide que la cebra X se va a un zoológico de Hungría y el dromedario Y puede terminar en Soto del Real, mientras el rinoceronte Z…? Pues no, mi zoo es Julia, mi infancia, la elefanta con la argolla en la pata derecha. Y Copito de Nieve, bailando con él en el Cádiz. Y lo demás me importa un carajo, incluyendo a Albert Boadella, uno de los grandes, esenciales personajes del teatro catalán en los años del tardofranquismo y de la transición.
PS. Jonathan Litell, aquel chaval (39 años, la edad de Macron al acceder a la presidencia de la República Francesa) que, en el 2006 se hizo con el Goncourt y el Gran Premio de la Academia Francesa por su novela Les bienveillantes, ataca de nuevo con Une vielle histoire. Nouvelle version (Gallimard). Le entrevistan en L’Obs (21 de marzo): “¿Sigue viviendo en Barcelona, qué piensa usted de la situación que se vive en Catalunya?”. Y Litell responde: “Es ubuesco (véase Ubu, roi. Jarry – Boadella). Los auténticos problemas de España, problemas de estructura han sido totalmente disfrazados, ocultados por esas gilipolleces (conneries). De todos modos, el independentismo catalán no es ninguna novedad, viene de lejos y hay más de una razón para que la gente salga a la calle y se manifieste. Pero, después de una enésima crisis, crisis del pueblo belga, sin gobierno, recuerdo aquella frase, magnífica, del artista belga Wim Delvoye: ‘Es mejor un país de gilipollas que dos países de gilipollas’. Lo acertó”.