APRENDER COSAS INÚTILES
La escuela, fundada por un grupo de diseñadores, artistas, arquitectos e intelectuales, era moderna porque defendía un pensamiento crítico inédito en la España franquista
La escuela Eina de Barcelona, inspirada en la Ulm y la Bauhaus alemana, cumple 50 años manteniendo un modelo de enseñanza más allá de la estricta utilidad.
Imaginen una escuela donde lo importante no es aprobar sino aprender, y no aprender cosas prácticas sino cosas aparentemente inútiles. Una escuela multidisciplinar donde los profesores no son docentes profesionales sino artistas, diseñadores, arquitectos, fotógrafos, filósofos, editores, artesanos, lingüistas y gastrónomos, una extraordinaria concentración de talento al servicio de una educación humanista, ilustrada y progresista que, por encima de todo, enseña a pensar, a tener criterio e ideas propias, a divertirse sin la angustia de anticipar el mañana, es decir, el empleo y el salario, la experiencia del aprendizaje centrada en un presente de creatividad sin más límites que la razón.
Una escuela así, inspirada en Ulm y Bauhaus, los centros referenciales del diseño alemán, nació en Barcelona en 1967. Se llamó Eina y todavía sigue en pie. Acaba de cumplir 50 años y aprovecha el aniversario para buscar en el pasado las claves que le permitan reinventar el futuro, un futuro que, al menos, no sea tan previsible como el que marcan los planes de estudio actuales, el plan Bolonia y las titulaciones universitarias que antes de facilitar el acceso al conocimiento facilitan el acceso al mercado de trabajo.
Eina nació de una protesta, de la profunda conciencia crítica de 26 profesores de Elisava, que en 1967 dijeron basta a la censura política y cultural. La escuela pertenecía al Centro de Influencia Católica Femenina. El director era el pintor Albert Ràfols-Casamada que el año antes había participado en la Capuchinada, el encierro de 450 estudiantes, intelectuales y do-
centes en el convento de los Capuchinos del barrio de Sarrià, con el objetivo de constituir el Sindicat Democràtic d’Estudiants en la Universidad de Barcelona, un desafío que el régimen franquista no podía tolerar. Tampoco lo toleró el arzobispado, que expulsó a Ràfols de la escuela Elisava y, de paso, también al profesor Romà Gubern.
Gubern, pensador e historiador, pionero en España de los estudios sobre el cine, había decidido pasar a sus alumnos de Elisava la película Suspense de Jack Clayton, un film con guión de Truman Capote, repleto de metáforas sexuales y espíritus desamparados que acechan a niños inocentes.
Con Ràfols-Casamada y Romà Gubern se fueron el crítico Alexandre Cirici Pellicer (fundador de Elisava), los arquitectos Federico Correa, Pep Alemany, Enric Steegman y Xavier Sust, los artistas Josep Maria Subirachs y Maria
Girona (esposa de
Ràfols), los diseñadores Miguel
Milà, América Sánchez e Yves Zimmerman. Entre los profesores de primera hora también estaban Xavier Rubert de Ventós (filósofo), Oriol Bohigas (arquitecto), Manuel de Solà Morales (arquitecto), Josep Maria Castellet (editor), Miguel Milá (diseñador) y Xavier Miserachs (fotógrafo). Se establecieron en el número 44 de la avenida de Vallvidrera, la casa Dolcet, una finca modernista en un estado muy precario y con un jardín lleno de posibilidades. El nombre de Eina se lo inventó Cirici Pellicer y los profesores fundadores pusieron mil pesetas cada uno para garantizar la viabilidad económica del nuevo proyecto. Como recuerda el arquitecto Dani Freixes, el “negocio” lo pusieron a nombre de Pep Alemany “porque era el único que no estaba fichado por la policía franquista”.
Freixes explica esta y otras anécdotas en la película Eina, l’esperit de la modernitat, del realizador Poldo Pomés, estrenada el pasado día 13 en el museo del Diseño de Barcelona, en un auditorio lleno y donde no faltaron Bohigas, Correa y Milà, además de muchos otros representantes de la creatividad catalana, desde Cesc Gelabert y Carme Ruscalleda a Manel Esclusa y Nani Marquina.
El filme es un encargo de la propia escuela, que buscaba una visión crítica sobre su trayectoria.
Eina era, en sus inicios, una ventana abierta al pensamiento europeo. Se estableció, por ejemplo, una relación con el Gruppo 63 de la vanguardia literaria italiana y gracias a esta colaboración Umberto Eco impartió en 1968 un seminario sobre el cómic y los medios de comunicación de masas. Hay fotos en el archivo de la escuela en las que se ve a Eco rodeado de alumnos y colegas, como Carlos Barral y Josep Maria Castellet. El artista Jordi Colomer, representante de España en la última Bienal de Venecia, recuerda los debates conceptuales que había en Eina durante su etapa de alumno y cómo el racionalismo de la Bauhaus se imponía con naturalidad en un entorno cultural que también había abrazado el noucentisme.
En la Eina de la avenida Vallvidrera la educación se articulaba a partir de seminarios, tanto de estética como de semiótica, de urbanismo y caligrafía. Luego se creaban environments, experiencias conceptuales que hoy se llamarían instalaciones y performances. Para ello se exprimía el jardín. Gironés lo transformó con una intervención a escala 1/1 –columnas y balaustradas de cartón para reinventar el espacio–, mientras que Xavier Olivé y Carlos Pazos alumnos de Ràfols, lo llenaron de desnudos vivientes.
Llorenç Torrado, maestro de gastrónomos, con Xavier Olivé y Miquel Espinet, fueron pioneros en colocar la gastronomía en un plano artístico y conceptual. La semana pasada, en el Museo del Diseño, Olivé recuperó unas coques
de recapte que Josep Guinovart había diseñado en 1995.
Eina fue todo esto y el arquitecto Juli Capella, otro de sus alumnos destacados, añade que aquella torre a las afueras de la ciudad era un faro, una isla con “los mejores enredadores de Barcelona”, profesionales que daban clase a pesar de que no eran profesionales de la docencia como hoy es obligatorio por ley. El pintor Francesc Artigau recuerda que a él le gustaba dar clases y no discutir notas, enseñar sin tener que aprobar o suspender, porque, al fin y al cabo, “el infierno está lleno de gente con sobresalientes”.
Artigau enseñaba dibujo, igual que Mariscal, y los dos obligaban a sus alumnos a dibujar sin goma de borrar. “Era la única manera de reconocer una línea mal hecha y corregirla sobre el mismo papel, para comparar y así aprender”, explican a dúo.
De esta manera se obligaba al alumno a pensar antes de actuar y a no tener miedo a equivocarse. Un método similar utilizaba Federico Correa. Beth Galí y Dani Freixes, alumnos suyos, recuerdan cómo les obligaba a justificar cada una de las decisiones que tomaban para diseñar un banco.
Eina, como explica Freixes, era diferente porque planteaba a los alumnos más interrogantes que respuestas. “La mejor escuela –dice– no es la que te da soluciones sino la que te fuerza a pensar para que llegues a tus propias soluciones.”
Eina dejó la casa Dolcet en 1994 y se instaló en el palacio Sentmenat. Ganó metros y señorío, un jardín clásico por delante y un bosque desmadrado por detrás. Se asoció con la UAB y asumió las titulaciones del plan Bolonia, aunque se mantuvieron las tres especialidades: diseño de producto, diseño gráfico y diseño de interiores, además de los estudios de arte.
Los profesionales que no tenían el título de docentes tuvieron que dejar las clases y Eina perdió uno de sus valores más destacados. La puerta por la que el pensamiento postmoderno había entrado en España, de repente, tenía que pasar por el aro de la homogeneización académica.
Juli Capella considera que fue un error y que Eina debe aprovechar el 50 aniversario para rescatar el espíritu original de la escuela y proyectarlo al futuro con una nueva generación de profesionales, gente que sea tan joven como lo eran Ràfols y compañía en 1967. Está convencido de que “se puede engañar a las autoridades” y seguir dando títulos pero con una educación totalmente diferente, más libre y menos útil.
Valentí Roma, director del centro de la imagen La Virreina, opina lo mismo. La nueva Eina, a su juicio, debería ser la “universidad sin condición” que planteó Jacques Derrida, un espacio donde se enseñe lo que, aparentemente, “carece de sustancia” y no tiene una utilidad práctica.
Así era el espíritu moderno de Eina hace 50 años.
Juli Capella y Valentín Roma reivindican una escuela donde se enseñe lo que es ‘inútil’ y carece de condición