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La detención en la frontera Alemana de Carles Puigdemont, y las consecuencias del escándalo originado por la filtración de información personal en la red social Facebook.
LA detención ayer por la mañana de Carles Puigdemont en Alemania ha sido un nuevo y duro golpe de la justicia contra la estrategia desplegada por el independentismo tras la aplicación del artículo 155 de la Constitución. El arresto conduce, además, a una situación de difícil gestión emocional justo en un momento en el que tanto Junts per Catalunya como ERC intentan recomponer sus filas tras los últimos encarcelamientos y ajustar sus estrategias hacia una vía más posibilista que la planteada durante la campaña electoral del 21-D. Lejos queda ya la aspiración de Puigdemont de presidir el consejo de la república desde su casa de Waterloo y su protagonismo en la internacionalización del conflicto catalán ha pasado de las conferencias académicas y las reuniones políticas al ámbito judicial.
La legislación alemana, a diferencia de la belga, contempla delitos de carácter similar a los que imputa a Puigdemont el juez instructor del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, y por eso puede atender la petición de extradición. El Código Penal alemán establece penas de entre diez años y cadena perpetua para el delito de alta traición contra la federación de estados alemanes. El Código Penal alemán entiende por alta traición el intento “con violencia o por medio de violencia” de perjudicar la existencia de la República Federal de Alemania o de “cambiar el orden constitucional”. Asimismo, la ley alemana castiga con pena privativa de la libertad de uno a diez años a quien hubiera preparado una determinada operación de alta traición contra el país.
Al abandonar Catalunya, Puigdemont había elegido Bélgica por su legislación garantista ante los delitos que se le imputaban, pero con su reciente viaje a Suiza y después Finlandia corrió un riesgo innecesario, que se ha revelado fatal para él, una vez que el viernes el juez Llarena, al concluir la instrucción del proceso, activó las órdenes europeas e internacionales de detención contra su persona y contra los exconsellers Antoni Comín, Clara Ponsatí –que se halla en Escocia y también puede ser extraditada–, Meritxell Serret y Lluís Puig, que asimismo huyeron en su día a Bélgica, así como contra Marta Rovira, que presumiblemente se halla en Suiza, igual que Anna Gabriel.
El curso del proceso independentista –máxime tras la detención en Alemania de Puigdemont– se sitúa por completo en manos de la justicia, que, en su momento, deberá dictaminar sobre las actuales presunciones de culpabilidad imputadas por el juez Llarena.
Que quien ha ejercido la máxima magistratura de una institución como la Generalitat se encuentre en estas circunstancias sólo puede ser motivo de tristeza y amargura. La detención del expresident Puigdemont ha provocado indignación en el independentismo, visible en las masivas manifestaciones que tuvieron lugar ayer, pero es preciso hacer un llamamiento a la serenidad y pedir a las fuerzas políticas que profundicen en el diálogo y en la búsqueda de soluciones. Para ello, es fundamental que Catalunya pueda disponer de un gobierno con voz propia. No es el momento de idear nuevos pulsos que no conducen a ninguna parte y sólo contribuyen a perjudicar a quienes están en prisión provisional. Lo ocurrido ayer reafirma una vez más que la simple actuación de la justicia no es la solución para el conflicto catalán, sino que esta debe venir de la necesaria iniciativa política para abrir un camino de diálogo y concordia que debe empezar por la recuperación de las instituciones de autogobierno.