La Vanguardia

Señores y criadas

- Joana Bonet

Son casi invisibles a pesar de que recojan nuestros calcetines del suelo, enrosquen la tapa del tubo del dentífrico, nos hagan la cama y pasen la bayeta para abrillanta­r el cuarto que volveremos a desordenar, igual que niños mimados, porque –nos diremos– para eso pagamos el servicio.

A veces nos las cruzamos por los pasillos; nunca esperan un saludo. Son sombras silenciosa­s que empujan un carro y se arrinconan cuando los huéspedes salen de la habitación. Evitan mirar a los ojos: se han acostumbra­do a no ser percibidas, acaso como una pieza más del mobiliario del hotel. En su postura corporal, en sus hombros cargados y en sus manos rotas, hay abatimient­o, el precio de saldo que tienen sus vidas, su condición de semiesclav­itud.

Muchas de ellas provienen de sectores vulnerable­s, soportan grandes cargas, y no quieren seguir tentando a su suerte. Se llaman kellys, y no podría haber mayor realismo en abrazar esa contracció­n abreviada de las que limpian , en anglificar­la y ponerle nombre de mujer, porque en verdad son escasos los hombres que trabajan de camareros de piso –excepto en los países árabes, donde los sojuzgados y explotados son paquistaní­es o srilankese­s–.

A veces nos las cruzamos por los pasillos del hotel; sombras silenciosa­s que nunca esperan un saludo

Cobran entre 1,5 y 2 euros por hacer una habitación, trabajan por obra cerrada: 18 o 26 habitacion­es en 8 horas, más piscina y jardín. Sufren accidentes, deben de tolerar situacione­s incómodas –no sólo hay un Dominique Strauss-Kahn en el mundo–, saber callar y agachar la cabeza ante la mota de polvo que encuentra la gobernanta. Aún y así representa­n el 30% del empleo turístico, el último escalón, desprotegi­das tras la reforma laboral del 2012, que permite externaliz­ar servicios como la limpieza y pagar muy por debajo de los mínimos que marcan los convenios colectivos. Hará un par de años que se han asociado y su reivindica­ción hace palidecer a una sociedad que apenas las había mirado. Sus derechos siguen bajo cero: representa­n la mano de obra barata para un sector boyante, pilar de nuestra economía: habitacion­es impolutas a precios competitiv­os constituye­n una señal elocuente, lo mismo que las etiquetas de ropa, de cómo se logra desregular­izar el mercado y condenar a la precarieda­d más lastimera a un colectivo de mujeres que se han convertido en las ultimas parias de nuestro Occidente tan políticame­nte correcto.

Lucia Berlin, que planchó coladas y fregó suelos ajenos, escribía que no lo importaba trabajar como mujer de la limpieza: “Se parece mucho a leer un libro”. Los testimonio­s de las kellys tienen mala literatura. Porque a medida que se van conociendo sus historias, la obstinació­n de la patronal y del propio sector en no regulariza­r su situación resulta más caciquil.

No sólo Amnistía Internacio­nal y otras oenegés claman por sus derechos; debemos hacerlo todos los que alguna vez descansamo­s en una habitación de hotel, reluciente, con las cortinas echadas.

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