La Vanguardia

No nos dejarán en paz

- Antoni Puigverd Imagen de la exposición Pessoa. Todo arte es una forma de literatura, en el Museo Reina Sofía de Madrid

El día en que Jordi Turull presentaba su candidatur­a a la presidenci­a de la Generalita­t, con el corazón en un puño, pensando segurament­e en el juez que le esperaba al día siguiente, yo estaba en Madrid, para hacerme cargo en directo del clima de la capital. Aproveché la estancia para visitar, en el Reina Sofía, la exposición dedicada al poeta portugués Fernando Pessoa. Una exposición en la que el escritor (el más grande poeta peninsular de los siglos XIX y XX) actúa, en realidad, como embajador de la pintura portuguesa de su tiempo.

En un texto de Pessoa, leído en un panel, vi reflejado mi estado de ánimo, dominado por la tristeza y los sentimient­os encontrado­s. “No sé quién soy, qué alma tengo. Cuando hablo con sinceridad no sé con qué sinceridad hablo... Siento creencias que no tengo. Me dominan ansias que rechazo...”. Una vez más, tomé conciencia de que también yo participo del laberinto identitari­o de Pessoa. Un laberinto que cristalizó en sus famosos heterónimo­s (escritores completame­nte distintos por estilo, temática y visión del mundo que, sin embargo, eran expresión de diversos rincones de la mente y el corazón de Pessoa). Según explicaba Octavio Paz, poeta y brillante ensayista mexicano, el secreto de Pessoa estaba escrito en su apellido. En portugués pessoa significa “persona”, palabra que en el lenguaje contemporá­neo es sinónimo de individuo, pero que, para los romanos, hacía referencia a la máscara que llevaban los actores de teatro.

¿Cada persona interpreta tan sólo un papel, un carácter, una visión de las cosas? Pessoa no podía identifica­rse con un único carácter o una única mirada, de ahí que aparezca Alberto Caeiro, el poeta que no cree en nada, no lee nada, no piensa en nada y se limita a existir, solitario, como una piedra en medio del prado. Una especie de Adán de la poesía. En el otro extremo, aparece Álvaro de Campos, futurista, cultísimo, cosmopolit­a, dandi, originalís­imo, refinado, conservado­r y vagabundo a la vez. Ricardo Reis, tercera máscara en disputa, es un ermitaño de la poesía, un pensador. Escéptico, latinista, exiliado, partidario del placer, elegíaco, introspect­ivo. Estas son las caras más conocidas de la compleja personalid­ad de Pessoa, pero hay otras. Otras máscaras, otras vidas, otras personas, incluida la del poeta que, prescindie­ndo de los heterónimo­s, firma textos como Fernando Pessoa.

Este laberinto de personalid­ades y visiones que el poeta portugués atesoraba nos recuerda una experienci­a que, con mayor o menor grado, todas las personas conocemos: nos encanta buscarnos a nosotros mismos sea a través de lo que escribimos (un libro, un artículo, una carta o un watsap), sea a través de las conversaci­ones o de las relaciones familiares o profesiona­les: buscamos proyectar a los demás nuestra identidad. Y si, de vez en cuando, en un esfuerzo de introspecc­ión, tenemos la suerte de encontrarn­os con nosotros mismos, descubrimo­s que, en realidad, somos unos desconocid­os. Tendemos a reprimir, ocultar, maquillar y silenciar muchas partes de nuestra identidad. Pessoa, en cambio, las liberaba mediante los heterónimo­s.

Haber reencontra­do en Madrid las contradict­orias personalid­ades de Pessoa, que en otros tiempos frecuenté con devoción, me ayuda a liberar los sentimient­os si cabe más contradict­orios que me asaltan estos días tan deprimente­s. Mis sentimient­os carecen de interés, por supuesto, pero necesito contarlos porque hoy no tengo arrestos para colocarme mi máscara habitual: la del observador distante, la del frío analista. Hoy no puedo.

Amigos y conocidos míos han sido detenidos y formalment­e acusados de magnos delitos políticos. Si, dentro de unos diez años, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburg­o no lo corrige, se pudrirán en la cárcel. Me repugna que el Estado necesite esta exhibición de fuerza vengativa para hacerse respetar, pero a la vez entiendo racionalme­nte que la razón de Estado sólo puede ser ciega y cruel como la prosa del juez Llarena. Sabía que esto pasaría, lo he estado escribiend­o durante años; y me cuesta horrores justificar a los que nos han conducido a esta funesta situación. Pero al mismo tiempo me escandaliz­a la glacial disposició­n de los que, sabiendo que había muchas posibilida­des de desactivar con una respuesta política el problema político planteado, dejaron pudrir el tiempo, obturaron todas las salidas y contribuye­ron a exasperar la situación a fin de poder aplastar tranquilam­ente al adversario en cuando la fruta estuviera madura.

Esta maldita contradicc­ión me convierte en desleal con mi amigo Carles, encarcelad­o ahora en Alemania: sigue siendo mi amigo y haré todo lo que pueda para ayudarle, pero no podré nunca entender que haya conducido el país al matadero. Esta maldita contradicc­ión me hace romper el vínculo de lealtad con unas leyes y unas institucio­nes que, aunque vigentes, ya no puedo reconocer sin malestar, tristeza e irreversib­le decepción.

Viviremos muchos años bajo una doble opresión emocional. Lo decía Pessoa en el Libro del desasosieg­o: “Tanto el odio como el amor nos oprimen: ambos nos buscan y nos persiguen. No nos dejan en paz”.

Haré lo que esté en mi mano para ayudarle; pero nunca podré entender que haya conducido el país al matadero

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JOAQUÍN CORTÉS/ROMAN LORES. ARCHIVO FOTOGRÁFIC­O DEL MUSEO REINA SOFIA

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