No nos dejarán en paz
El día en que Jordi Turull presentaba su candidatura a la presidencia de la Generalitat, con el corazón en un puño, pensando seguramente en el juez que le esperaba al día siguiente, yo estaba en Madrid, para hacerme cargo en directo del clima de la capital. Aproveché la estancia para visitar, en el Reina Sofía, la exposición dedicada al poeta portugués Fernando Pessoa. Una exposición en la que el escritor (el más grande poeta peninsular de los siglos XIX y XX) actúa, en realidad, como embajador de la pintura portuguesa de su tiempo.
En un texto de Pessoa, leído en un panel, vi reflejado mi estado de ánimo, dominado por la tristeza y los sentimientos encontrados. “No sé quién soy, qué alma tengo. Cuando hablo con sinceridad no sé con qué sinceridad hablo... Siento creencias que no tengo. Me dominan ansias que rechazo...”. Una vez más, tomé conciencia de que también yo participo del laberinto identitario de Pessoa. Un laberinto que cristalizó en sus famosos heterónimos (escritores completamente distintos por estilo, temática y visión del mundo que, sin embargo, eran expresión de diversos rincones de la mente y el corazón de Pessoa). Según explicaba Octavio Paz, poeta y brillante ensayista mexicano, el secreto de Pessoa estaba escrito en su apellido. En portugués pessoa significa “persona”, palabra que en el lenguaje contemporáneo es sinónimo de individuo, pero que, para los romanos, hacía referencia a la máscara que llevaban los actores de teatro.
¿Cada persona interpreta tan sólo un papel, un carácter, una visión de las cosas? Pessoa no podía identificarse con un único carácter o una única mirada, de ahí que aparezca Alberto Caeiro, el poeta que no cree en nada, no lee nada, no piensa en nada y se limita a existir, solitario, como una piedra en medio del prado. Una especie de Adán de la poesía. En el otro extremo, aparece Álvaro de Campos, futurista, cultísimo, cosmopolita, dandi, originalísimo, refinado, conservador y vagabundo a la vez. Ricardo Reis, tercera máscara en disputa, es un ermitaño de la poesía, un pensador. Escéptico, latinista, exiliado, partidario del placer, elegíaco, introspectivo. Estas son las caras más conocidas de la compleja personalidad de Pessoa, pero hay otras. Otras máscaras, otras vidas, otras personas, incluida la del poeta que, prescindiendo de los heterónimos, firma textos como Fernando Pessoa.
Este laberinto de personalidades y visiones que el poeta portugués atesoraba nos recuerda una experiencia que, con mayor o menor grado, todas las personas conocemos: nos encanta buscarnos a nosotros mismos sea a través de lo que escribimos (un libro, un artículo, una carta o un watsap), sea a través de las conversaciones o de las relaciones familiares o profesionales: buscamos proyectar a los demás nuestra identidad. Y si, de vez en cuando, en un esfuerzo de introspección, tenemos la suerte de encontrarnos con nosotros mismos, descubrimos que, en realidad, somos unos desconocidos. Tendemos a reprimir, ocultar, maquillar y silenciar muchas partes de nuestra identidad. Pessoa, en cambio, las liberaba mediante los heterónimos.
Haber reencontrado en Madrid las contradictorias personalidades de Pessoa, que en otros tiempos frecuenté con devoción, me ayuda a liberar los sentimientos si cabe más contradictorios que me asaltan estos días tan deprimentes. Mis sentimientos carecen de interés, por supuesto, pero necesito contarlos porque hoy no tengo arrestos para colocarme mi máscara habitual: la del observador distante, la del frío analista. Hoy no puedo.
Amigos y conocidos míos han sido detenidos y formalmente acusados de magnos delitos políticos. Si, dentro de unos diez años, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo no lo corrige, se pudrirán en la cárcel. Me repugna que el Estado necesite esta exhibición de fuerza vengativa para hacerse respetar, pero a la vez entiendo racionalmente que la razón de Estado sólo puede ser ciega y cruel como la prosa del juez Llarena. Sabía que esto pasaría, lo he estado escribiendo durante años; y me cuesta horrores justificar a los que nos han conducido a esta funesta situación. Pero al mismo tiempo me escandaliza la glacial disposición de los que, sabiendo que había muchas posibilidades de desactivar con una respuesta política el problema político planteado, dejaron pudrir el tiempo, obturaron todas las salidas y contribuyeron a exasperar la situación a fin de poder aplastar tranquilamente al adversario en cuando la fruta estuviera madura.
Esta maldita contradicción me convierte en desleal con mi amigo Carles, encarcelado ahora en Alemania: sigue siendo mi amigo y haré todo lo que pueda para ayudarle, pero no podré nunca entender que haya conducido el país al matadero. Esta maldita contradicción me hace romper el vínculo de lealtad con unas leyes y unas instituciones que, aunque vigentes, ya no puedo reconocer sin malestar, tristeza e irreversible decepción.
Viviremos muchos años bajo una doble opresión emocional. Lo decía Pessoa en el Libro del desasosiego: “Tanto el odio como el amor nos oprimen: ambos nos buscan y nos persiguen. No nos dejan en paz”.
Haré lo que esté en mi mano para ayudarle; pero nunca podré entender que haya conducido el país al matadero