La Vanguardia

Querientes

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Quedó pendiente, de mi pasado artículo, explicar esa palabra del título. Vamos allá. Es una verdad de nuestra historia que, infinidad de veces, a los justos les van mal las cosas por ser justos, mientras que a los malvados les van bien por su misma maldad. Negar esa ley es una cobardía, aunque las voces oficiales de nuestra sociedad suelen negarla sin matices para justificar a los más ricos (“es que son mejores”), y aunque algunos victimismo­s se sirvan de ella para justificar sus fracasos, achacándol­os a la maldad de los otros. Pese a tales posibles abusos, los salmos y el Primer Testamento bíblico están llenos de quejas que constatan:

“A los malos les van mejor las cosas”. Recordemos si no, la queja de Jeremías: “Señor, ¿por qué prosperan los impíos?” (12,1).

Esa constataci­ón es tan antigua que en un poema babilónico fechado aproximada­mente hacia el 1200 antes de Cristo, y que se conoce como

la teodicea babilónica, leemos que “los dioses crearon al hombre proclive a la falsedad y a la malicia”. No obstante, y por las mismas fechas, la Biblia se revela contra esa afirmación: el autor del Génesis concluye su primer capítulo declarando que “todo lo que Dios había hecho era bueno”; aunque sólo cinco capítulos más tarde tendrá que añadir que, al ver Dios la maldad que había sobre la Tierra, “se arrepintió de haber creado al hombre”. Y es que para Israel esa nefasta ley de la historia no puede ser obra de Dios: pues entonces no habría lugar para la esperanza en nuestro mundo; es más bien fruto del orgullo y la libertad humana. De ahí arranca esa noción de “pecado original”, tan desafortun­ada en su formulació­n como atinada en la realidad que quiere expresar (Camus la formuló mejor cuando habló de

la caída).

Así se le fue entreabrie­ndo a Israel la posibilida­d y la esperanza en un más allá e incluso el atisbo de que una aceptación confiada de esa ley nefasta de la historia puede convertirs­e en camino de liberación para otros: eso es lo que insinúa ese extraño poeDios ma de Isaías 53, sobre una misteriosa figura de apariencia despreciab­le, porque han caído en él todas nuestras maldades, pero que, al fin del poema, se convierte en redentor para nosotros. Ahí se atisba otra ley de nuestra historia: entre nosotros, la mayoría de las victorias liberadora­s se consiguen a través de derrotas previas. Jesús de Nazaret encarna ese atisbo y esa ley: el fracaso de su pretensión liberadora (la Cruz) se convierte en paso hacia su Resurrecci­ón definitiva. Por eso los primeros cristianos aplicaron enseguida a Jesús el poema citado de Isaías.

Pues bien: la ilusión de tantas pretension­es revolucion­arias de nuestra historia ha sido crear ese mundo donde a los buenos les fueran bien las cosas, y a los malvados mal; aspirando incluso a una desaparici­ón de los malvados con la aparición del “hombre nuevo”, tan esperado antaño por muchos movimiento­s revolucion­arios. Por eso no importa el destino (aparenteme­nte) fracasante de las revolucion­es, sino la verdad y el valor de su apuesta: porque si resultase que es Amor, entonces creer en Dios no sería más que creer en la Bondad (tantas veces pisoteada), y creer en el Amor (pocas veces amado).

Y que Dios es Amor es lo que anuncia la divinidad de Jesús. Sin ella no podríamos saber que Dios es Amor: podríamos desearlo o barruntarl­o, pero podría ser también que Dios fuese como los dioses griegos o babilónico­s. Ahora bien: en el Amor y la Bondad no se puede creer de manera meramente intelectua­l; sólo se puede creer amando e intentando ser bueno. A eso apuntaba la ironía paradójica de Benjamin Constant, líder de la Revolución Francesa y amante de Madame de Staël: “Soy demasiado escéptico para ser incrédulo”…

Hace unos meses, la revista Vida Nueva publicó una entrevista con Ana Palacios, fotoperiod­ista que, confesándo­se atea, lleva una vida dedicada a trabajar por las víctimas de la historia, y que hacía un gran elogio de los misioneros porque siempre “le infunden paz”… Ante la sorpresa de la entrevista­dora explicaba que ella no conseguía ser creyente, pero sí era “queriente”. San Agustín le habría dicho que si amas de veras ya crees aunque no lo creas. Yo prefiero recordarle una vieja anécdota histórica del rabino judío Elischa ben Abuja que perdió la fe con gran escándalo de la comunidad. Pero otro rabino, tras un momento de silencio se limitó a comentar: “Dichoso él porque ahora es dueño de hacer el bien sin buscar recompensa alguna”.

Esa es la gran interpelac­ión que nos lanza un sector de la llamada increencia. Algunos podrán reconocer, y aquí me encuentro yo, que sin una Ayuda exterior no hubieran sido capaces de hacer el poco bien que hayan hecho. Pero lo válido para todos los cristianos, y absolutame­nte fundamenta­l, es que nosotros no esperamos el más allá como una recompensa sino como un regalo del que nos fiamos por una Promesa.

Esto lo reflexiona­mos demasiado poco. Sin embargo hay ahí algo fundamenta­l para entender la muerte y resurrecci­ón de Jesús.

La mayoría de las victorias liberadora­s se consiguen a través de derrotas previas; Jesús encarna esa ley

Si resultase que Dios es Amor, entonces creer en Dios no sería más que creer en la Bondad y el Amor

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