La Vanguardia

La legitimida­d y la ira

- Josep Maria Ruiz Simon

Francis Fukuyama recuerda, en El fin de la Historia y el último hombre (1992), lo que describe como una caracterís­tica curiosa de las situacione­s revolucion­arias: que los hechos que acaban provocando el derrumbami­ento de los gobiernos o los cambios de régimen no acostumbra­n a coincidir con los grandes acontecimi­entos que luego los historiado­res identifica­n como causas fundamenta­les, sino con incidentes en apariencia secundario­s. Fukuyama hace este recordator­io en un capítulo en el que subraya el papel que lo que él denomina la “ira timótica” había interpreta­do en los procesos que a fines de los 80 y principios de los 90 provocaron la caída repentina e imprevista de los regímenes comunistas de la URSS y Europa del Este. Cita, entre otros, los casos de Checoslova­quia y Rumanía. Apunta la importanci­a que tuvieron en la revolución de terciopelo checoslova­ca tanto la indignació­n popular por el encarcelam­iento del dramaturgo y futuro presidente Vavclav Havel como las concentrac­iones convocadas por el rumor de la muerte de un estudiante a manos de la policía. Evoca la detención del cura Tokes como desencaden­ante de los acontecimi­entos de Timisoara que acabaron con Ceaucescu. Y también saca a colación el papel en la caída del muro de Berlín de la indignació­n que provocaron las revelacion­es sobre la supuesta opulencia de la residencia del presidente Honecker.

Fukuyama nunca ha sido un devoto del comunismo. Pero, como quien no quiere la cosa, no evita dejar caer que la residencia de Honecker no era un nuevo palacio de Versalles, sino que más bien parecía una casa burguesa de Hamburgo, que las manifestac­iones de Timisoara no fueron espontánea­s, sino instigadas por los militares que querían deshacerse del presidente y que el rumor de la muerte del estudiante de Praga no se correspond­ía con la realidad porque la presunta víctima de la violencia policial era, de hecho, un oficial de la propia policía que, por una razón no aclarada, fingió estar muerto. Lo que Fukuyama denomina la “ira timótica”, el coraje o el deseo de reconocimi­ento surgido de la indignació­n ante lo que una multitud percibe como una injusticia flagrante o como un ataque a la dignidad o al honor, responde a unos mecanismos peculiares. Lo que en un momento indigna, en otro deja de hacerlo y lo que era indiferent­e puede convertirs­e de pronto en algo indignante.

Por otro lado, a diferencia del agua, que siempre hierve a los 100 grados, el punto de ebullición de los colectivos es imprevisib­le. Se pueden poner gaseosos a temperatur­as en las que antes se mantenían líquidos. Y resulta del todo irrelevant­e que el fuego que los calienta sea un hecho real, una falsa noticia o una injusticia imaginaria. La indignació­n es, como el resentimie­nto que puede derivarse, una cuestión subjetiva. Y también lo acaba siendo la legitimida­d de los regímenes que la indignació­n o el resentimie­nto movilizado­s pueden hacer tambalear. Demasiado a menudo se olvida que la legitimida­d es una creencia de los ciudadanos. Y muchos de los problemas que hoy tienen las democracia­s liberales tienen que ver con este olvido.

A diferencia del agua, el punto de ebullición de los colectivos es imprevisib­le

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