Palmas y palmones
Todos los años, puntualmente, recibo un palmón que me envía una amiga levantina. La conocí en el Vaticano, en la plaza de San Pedro, precisamente un día de Ramos en el que yo andaba muy metido en un libro que escribí tras el Portón de Bronce. Recuerdo que, al ver aparecer a los obispos y cardenales en la plaza portando unas palmas, quizá demasiado primorosas para tanta obesidad, una mujer española que estaba a mi lado me dijo que había nacido en tierra de palmeras y me demostró que entendía y mucho de esa artesanía tan mediterránea. Yo le confesé que a todas las novias reales e imaginarias que tuve en mi adolescencia les gustaban los palmones, no las palmas. Porque en aquellos años, los palmones eran para los niños y las palmas para las niñas. Una niña, pues, que se rebelaba contra aquella imposición palmeril era una mujer decidida y por eso me gustaba. Con el palmón las inmediaciones de la Delegación del Gobierno en Catalunya, me recordó las palabras del cardenal y arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, que en su carta dominical escribió: “Jesús, en el espacio de seis días, pasará del grito de Hosanna al de Crucifícale”. También el papa Francisco, en el Vaticano, en la plaza de San Pedro, dijo la suya el pasado domingo de Ramos. Entre otras cosas, animó a los jóvenes a no permanecer callados. Nada que objetar, pero este papa argentino debería ser más coherente y permitir que algunos de sus próximos hablen en voz alta sin temor a represalias poco divulgadas o conocidas. Y ya puestos, alguien debería recordarle que condenar públicamente aquello que él hace o permite es poco digno. Me refiero a cuando dijo que el grito contra Jesús “crucifícalo” es “la voz de quien manipula la realidad”.
O sea, que estos días, en los que Herodes ha transitado por unas calles sevillanas que olían a