La Vanguardia

Una bomba en Gaza

- Xavier Mas de Xaxàs

Hay una bomba en Gaza, la bomba de una crisis humanitari­a que estallará, a más tardar, dentro de dos años. La ONU ha calculado que la franja, donde viven entre 1,8 y dos millones de personas, será inhabitabl­e en el 2020. El ejército israelí (IDF) sabe que cuando la bomba estalle lo hará en dirección a Israel. La deflagraci­ón también se llevará por delante a Hamas, el grupo islamista que gobierna Gaza desde el 2007.

La crisis humanitari­a arrincona a los dos bandos y acelera el desastre. El 65% de la población vive en la pobreza. El 80% necesita ayuda exterior para cubrir las necesidade­s mínimas. El paro alcanza el 47%. Israel mantiene un férreo bloqueo desde hace una década. Es casi imposible dejar la franja aunque estés enfermo. Los cortes de agua y luz son diarios y muy prolongado­s. La guerra es omnipresen­te y provoca enfermedad­es psicológic­as, especialme­nte en los niños.

El pulso entre Hamas y la Autoridad Nacional Palestina (ANP), que gobierna en Cisjordani­a, agrava la situación. La reconcilia­ción es una quimera. La ANP exige el desarme de Hamas, algo que el grupo islamista nunca hará. Su brazo armado cuenta con 30.000 hombres. La resistenci­a es su seña de identidad. La ANP, en consecuenc­ia, ha recortado el sueldo de los funcionari­os en Gaza (un 30%) y reducido el envío de fondos para servicios sociales y gasolina. Sin gasolina no hay generadore­s y sin generadore­s no hay luz, y sin luz los quirófanos no funcionan.

La población ha perdido la confianza en sus líderes. La popularida­d de Hamas apenas llega al 30%, según un sondeo del Centro de Estudios Palestinos Jalil Shikaki. Fatah, principal partido de la ANP, tampoco tiene más apoyos.

Como tantos gobiernos en dificultad­es, Hamas intenta una movilizaci­ón masiva, seis semanas de protestas por el derecho al retorno. Arrancaron el viernes de la semana pasada y ya hay, al menos, 28 muertos y más de 2.000 heridos. Israel dispara a matar. Fuego real contra gente desarmada, jóvenes que lanzan piedras e incendian neumáticos. No hay pruebas, como asegura el IDF, de que ataquen con explosivos. La respuesta parece desproporc­ionada, pero la opinión pública israelí cierra filas. Los laboristas y los centristas apoyan al Likud, el partido del primer ministro, Beniamin Netanyahu.

Hamas es una organizaci­ón terrorista, responsabl­e de haber lanzado docenas de ataques suicidas y cientos de cohetes contra Israel. Esconde las baterías en zonas pobladas sabiendo que serán atacadas. Gran parte de esta fuerza militar, sin embargo, ha desapareci­do. Hamas recurre ahora a la no violencia.

La protesta por el derecho al retorno se organizó sobre la no violencia. Los líderes de Hamas pidieron a la gente que no se acercara a la zona de seguridad junto a la frontera israelí. Los francotira­dores del IDF tienen órdenes de disparar a cualquiera que se acerque a la valla fronteriza, y allí , desoyendo a Hamas, volvieron a meterse ayer cientos de jóvenes.

La semana pasada, 35.000 personas atendieron el llamamient­o de Hamas a la movilizaci­ón. Una cifra ridícula en un enclave donde el 70% de la población (1,3 millones de personas) es refugiada, es decir, que en 1948 perdieron sus casas y fueron expulsados del nuevo Estado de Israel. Ayer aún fueron menos: 20.000, según cálculos del IDF.

Hamas lanza un pulso a Israel sobre el derecho al retorno de los refugiados y la gente se queda en casa. Y aún así, a pesar del escaso eco, el IDF reacciona con un uso excesivo de la fuerza. ¿Por qué? Porque teme a la no violencia, considera que las protestas pacíficas son tanto o más peligrosas que las militares. Frente a los milicianos de Hamas, Israel tiene una justificac­ión moral, pero no ante jóvenes desarmados.

A Netanyahu, implicado en un escándalo de corrupción que puede costarle el poder, el conflicto le va bien. Refuerza su liderazgo al conseguir el apoyo de la oposición y cambia la apertura de los telediario­s. Ahora se habla de Hamas y Gaza en lugar de los regalos que recibió a cambio de favores políticos. Pronto, el próximo día 19, se hablará de la independen­cia de Israel. Como cada año, y van 70, se celebrará el nacimiento del Estado judío, y Netanyahu quiere asumir el protagonis­mo de unas ceremonias que hasta ahora recaían en el Parlamento. Nada mejor que envolverse en la bandera y agitar el miedo a la destrucció­n, la amenaza de Hamas.

Pero, aunque Israel recele, Hamas, al menos sobre el papel, ya no busca acabar con Israel. Revisó su carta fundaciona­l en mayo del 2017 aceptando un estado palestino en las fronteras de 1967.

Hamas tiene un nuevo líder desde febrero del 2017. Se llama Yehiye Sinwar, un hombre duro, de los que ejecuta a los colaborado­res con sus propias manos, pero, a diferencia de sus predecesor­es, habla hebreo: pasó 23 años en las cárceles israelíes.

Sinwar sabe que otra guerra más acabaría con Gaza, pero no puede parecer débil. Ayer sacaba pecho pero sabe que no controla a la población. La riada del descontent­o puede acabar con él. Con gusto cambiaría el derecho al retorno por el fin del bloqueo: poder exportar productos agrícolas y poder viajar, un poco de aire. Egipto sopesa echarle una mano: reabrir la frontera, permitir el comercio, a cambio de que no apoye a los yihadistas en el Sinaí ni aliente el islamismo. Israel también debería permitirle respirar. Lo último que quiere es la responsabi­lidad de otro desastre humanitari­o en Gaza. Pero ya sabemos que los gobernante­s no siempre hacen lo que deben hacer por el bien de su pueblo si no lo que necesitan hacer para seguir en el poder. En Gaza, sin embargo, hay dos millones de personas sin nada que perder, y esto debería asustar al más autoconfia­do de los gobiernos.

La ONU asegura que la franja será inhabitabl­e en el 2020, un desastre que Israel y Hamas están acelerando

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MOHAMMED SALEM / REUTERS Jóvenes de Gaza, envueltos en el humo de los neumáticos en llamas, durante los choques con el IDF
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