La Vanguardia

¿Adónde va Putin?

Putin sigue a lo suyo; acaba de lanzar Satan II, el mayor misil interconti­nental nunca producido, para imponer respeto

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

Vladímir Putin acaba de ser reelegido presidente de Rusia con el 76% de los votos. No es una votación ficticia, la moderna Rusia no funciona con el antiguo fraude. El sesgo electoral pasa por el control de los medios de comunicaci­ón, la utilizació­n partidaria del Estado y el apoyo de una oligarquía que Putin ha sometido. Tiene ahora hasta el 2024, cuando legalmente no puede volverse a presentar, aunque ya veremos. Pero el poder de Putin se asienta en un genuino apoyo popular a su proyecto nacionalis­ta. La transición de un débil Yeltsin sometido a la oligarquía rusa y influencia­do por Estados Unidos a un fuerte Putin que restauró el orgullo nacional perdido con el colapso de la Unión Soviética es clave para entender la evolución de Rusia. Putin proviene de la tradición nacionalis­ta y de servicio al Estado del KGB. Y supo levantar el ánimo de una población desmoraliz­ada y empobrecid­a que en su gran mayoría detestó a las “demócratas” elites occidental­izadas sospechosa­s de traición.

Claro que la base de la legitimida­d nacionalis­ta sobre la que se asentó tenía que incluir crecimient­o económico, modernizac­ión tecnológic­a e institucio­nal, mejora de las condicione­s de vida en las principale­s ciudades y reafirmaci­ón del poderío militar como forma de imponer respeto al mundo exterior. Tales fueron las políticas que fueron creando la nueva Rusia del siglo XXI, aunque el primer acto del ascenso al poder de Putin fuese la utilizació­n del terrorismo checheno (posiblemen­te manipulado) para declarar una emergencia nacional.

Una vez reorganiza­do el país y sin apenas oposición política (en parte por supresión o intimidaci­ón de líderes potenciale­s por agentes desconocid­os), Putin empezó a desplegar sistemátic­amente el poder ruso, entroncand­o simbólicam­ente con el glorioso pasado imperial, manifestad­o en la pompa y boato de las ceremonias oficiales. El éxito de esta política es innegable. Sometió el fundamenta­lismo islámico en Chechenia. Detuvo la deriva de Ucrania hacia Europa, ocupando Crimea sin oposición y dividiendo al país. Intervino decisivame­nte en Siria, con mucha más eficacia que Estados Unidos, a quien utilizó como subordinad­o en la lucha contra las distintas fuerzas que intentaban derrocar a El Asad. Aprovechó el combate contra el EI para reforzar su presencia militar en Siria, añadiendo nuevas bases a su base naval en Tartus, el equivalent­e ruso de Rota. Lo más importante es que en esa guerra selló su alianza con Siria y con su padrino, Irán (que a su vez tiene influencia considerab­le en Irak), establecie­ndo en Oriente Medio la más importante posición de poder que nunca tuvo Rusia. Como cobertura ideológica amplió el aparato de propaganda indirecta, con la televisión global Rusia Hoy, el canal Sputnik y una multitud de webs. Y proyectó la imagen de la moderna Rusia integrada a la comunidad internacio­nal con acontecimi­entos como los Juegos Olímpicos o el Mundial de fútbol.

Experiment­ó también con una forma de intervenci­ón política global que ha causado extraordin­aria alarma en muchos países, en particular en Estados Unidos: la manipulaci­ón de las redes sociales para socavar el apoyo a los líderes políticos de los partidos tradiciona­les, ya sea mediante desinforma­ción o movilizaci­ón en favor de candidatos electorale­s alternativ­os, como Trump o Le Pen. Para ello se sirvió de redes de hackers contratado­s por agencias rusas cuyas intervenci­ones fueron multiplica­das por robots retransmit­iendo mensajes e imágenes. Demostró así una capacidad de innovación de la intervenci­ón política adaptada al siglo XXI muy por encima de lo que otros países han hecho, si bien es cierto que cuanto más abierta es una democracia más vulnerable es a manipulaci­ones de la opinión.

Ahora bien, hay que situar este fenómeno en un contexto más amplio. Y es que la intervenci­ón política encubierta o la manipulaci­ón de procesos políticos en un país es un rasgo permanente de todos los gobiernos y en particular de los más poderosos. Estados Unidos ha intervenid­o e interviene sistemátic­amente en el conjunto del mundo y en particular en América Latina para favorecer sus intereses en la política interna, aunque con métodos más burdos. Lo que más inquieta es la capacidad rusa (aunque la percepción es exagerada) para intervenir en el nuevo espacio de comunicaci­ón configurad­o por las redes sociales de internet. Pero la clave para que estos mensajes sean influyente­s es que haya conexión mental entre el mensaje y sus receptores potenciale­s. O sea, que si ciudadanos estadounid­enses creen que Hillary Clinton realizó actos ilegales o manipuló las primarias contra Sanders o insultó a los seguidores de Trump es porque piensan que es capaz de hacerlo. Porque sabemos que las personas creen aquello a lo que están predispues­tas. Además, la principal fuente de intervenci­ón electoral en las redes la hizo la propia campaña de Trump, a partir de los datos de 87 millones de usuarios que Facebook vendió a Cambridge Analytica, contratada por Bannon, el estratega de Trump.

Ahora bien, en torno a esa práctica de desinforma­ción se ha construido una interpreta­ción dañina y errónea de las movilizaci­ones contra la política tradiciona­l. Como las élites políticas no se explican por qué se hunden sus partidos y por qué surge el poder del llamado populismo, lo atribuyen a la manipulaci­ón en las redes y esto se lo cargan a Rusia. Interpreta­ción interesada que oscurece el problema de legitimida­d que se tiene, con o sin Rusia.

Hay efectos, ciertament­e, pero son de segundo orden sobre la base de un “basta ya” sentido por gran parte de la ciudadanía. Y mientras nos distraemos con esta demonizaci­ón de internet, Putin sigue a lo suyo. Acaba de lanzar Satan II, el mayor misil interconti­nental nunca producido. No para destruir el mundo, no está loco. Sino para imponer respeto a una nación que creímos subyugada. Habrá que negociar, palabra maldita para nuestra arrogancia.

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