Sin privacidad y sometidos a la red
El Congreso estudia la nueva ley de Protección de Datos, ciertamente obsoleta con la legislación europea y la evolución ultrasónica de la tecnología en nuestra vida para incluir la desconexión tecnológica fuera del horario laboral, el derecho al olvido y al borrado de internet. Sin intención de asustar a nadie, es necesario detenernos a pensar lo que ocurre cuando nos conectamos a la red y a la infinidad de aplicaciones que usamos a diario. El hecho de hacerlo provoca que inmediatamente se baje la pantalla de nuestra intimidad y que nuestras paredes vitales pasen a ser traslúcidas. Dejamos de tener el control y se lo cedemos a un ente poderoso que todo lo capta y lo clasifica. Puede saber dónde hemos comido, qué ciudades hemos visitado, qué hemos comprado o cuáles son nuestros gustos… tan sólo por el rastro que dejamos con cada clic de nuestro GPS de bolsillo: el móvil o desde el ordenador de casa. Nos hemos convertido en ciudadanos de cristal y cedido el poder sobre lo que se puede decir o no de nosotros en la red; sobre todo de si debe permanecer o no.
Desde que el Tribunal Supremo de Justicia
En internet nos conectamos un día y dejamos de ser los dueños de nuestra vida; ¿no da un poco de miedo?
de la Unión Europea dictaminara en el 2014 el derecho al olvido, han sido cientos de miles las peticiones de ciudadanos que han deseado que informaciones sobre su persona dejaran de existir en la red; fueran desindexadas por Google. Sólo un 38% de las solicitudes fueron aceptadas por el buscador; el resto permanecen en el pozo sin fondo de Google porque son consideradas de “interés público”.
La justicia española da un paso más allá y estudia si tiene que ser Google quien compruebe la veracidad de todo aquello que publique. Depositar en él el poder de lo que es verdad o no, por lo menos, me parece un tema espinoso que convertiría a Google en nuestro pantocrátor sobre lo que está bien y lo que no; lo que es exacto y lo que no.
Hay quien propone que toda solicitud presentada sea aceptada por el buscador e inmediatamente proceda a desindexar la información. ¿Existiría entonces la censura en la red? ¿Estaríamos enterrando nuestra libertad de expresión? No hay una respuesta todavía clara pero sí mucho debate al respecto porque la necesidad de regulación es clara.
Abrir las puertas de nuestra intimidad no sólo tiene el precio de poder ser fisgoneado por cualquiera, sino también desprestigiado por informaciones inexactas publicadas en la red que, por gozar de mucha popularidad o número de clics, se colocan en la primera página del buscador. Favorecemos la no censura pero nos volvemos esclavos de aquello que se publica de nosotros, sea verdad o no. Hemos pasado de ser opacos, a no sólo traslúcidos, sino con derecho a la invasión. Quien quiera puede meter mano a nuestros muebles y cambiarlos por otros sin que a nadie le importe si son propios o no. Nuestros jefes pueden geolocalizarnos y juzgarnos por nuestras redes.
Si el individuo deja de sentirse protegido, y amparada sólo la masa, la red se convertirá pronto en un vertedero poco fiable que retrata lo peor de nosotros como conjunto, como sociedad. Sin darnos cuenta ha ocurrido con el exceso de confianza: que das un dedo y te toman todo el brazo. En internet nos conectamos un día y dejamos de ser los dueños de nuestra vida. No es por asustar, pero… ¿no da un poco de miedo?