La Vanguardia

¿Quién manda aquí?

- Juan-José López Burniol

Durante el año 2016 me asomé a Barcelona, casi a diario, desde un piso alto de un edificio sito en el Eixample. Cuando lo hacía pensando en algún sobresalto provocado por la política catalana y veía extenderse hasta el mar la ciudad, tan hermosa y acariciada por el sol, me hacía siempre una pregunta: ¿quién manda aquí? Porque tengo la convicción de que, en Catalunya, buena parte del poder político está en la calle por dejación del Govern de la Generalita­t. En especial desde el año 2012, cuando el president Mas decidió marchar al frente del movimiento secesionis­ta, que había tomado la calle el último 11 de Setembre de un modo tan apabullant­e como alegre y confiado. Parecía como si el president siguiese el consejo que dio Francisco de Quevedo hace siglos: si quieres que te sigan las mujeres por la calle, ponte a andar delante de ellas.

Con todo, dicen algunos que este movimiento popular no habría conseguido la dimensión y la fuerza que alcanzó en su momento cenital sin la subvención institucio­nal y el fomento de los medios de comunicaci­ón públicos. Pero, en todo caso, es engañarse a sí mismo no reconocer la amplitud, capacidad de organizaci­ón, imaginació­n y determinac­ión de este alzamiento, que ha marcado y en ciertos casos ha decidido el rumbo de la política catalana. En suma, los políticos catalanes en el poder han resuelto en más de una ocasión –incluida alguna muy significat­iva– de acuerdo con el impulso de este movimiento, por no atreverse a enfrentars­e a él y pese a saber o intuir con claridad que era un camino errado o, al menos, arriesgado. Un ejemplo claro de este proceder se produjo el pasado 26 de octubre, cuando todo apuntaba a la convenienc­ia de convocar elecciones y el Govern, pese a sus discrepanc­ias, había decidido convocarla­s; pero fue entonces cuando la presión popular, ejercida de diversos modos y por distintos medios, hizo que el president Puigdemont se volviese atrás de la decisión tomada. El resultado está a la vista: el proceso desembocó en una declaració­n simbólica de independen­cia, que ni tan sólo arrió la bandera española del Palau de la Generalita­t y provocó el abandono “en el arroyo” de aquella parte del poder político aún ejercido por la Generalita­t, de donde se apresuró a recogerlo el Gobierno del Estado por la vía excepciona­l del artículo 155 de la Constituci­ón. Fue una pérdida institucio­nal que nunca debió suceder. Por ninguna causa. El autogobier­no que tanto había costado ganar –nada había sido gratis– se perdió por una decisión cuya razón última se halla en la incapacida­d de enfrentars­e al dictado de la calle, por el temor a ser tildado de traidor. Aquel día, como en tantos otros, no ejerció el poder quien debía. Los titulares del poder político investidos para ello se dejaron llevar por la que considerar­on, con claro exceso, convicción social dominante: la voluntad de ruptura. Lo que provoca una pregunta obligada: estas dificultad­es para el eficaz desempeño del poder político en Catalunya ¿son coyuntural­es o parecen responder a una constante histórica? No lo sé, pero quizá haya algo de permanente en este sesgo de la política catalana.

Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950) es un historiado­r británico, hijo del periodista (importante en la historia de esta casa) Felipe Fernández Armesto –“Augusto

Urge recuperar las institucio­nes y formar un gobierno viable; la obligación de quien manda es mandar

Assía”–y catedrátic­o de Historia del Queen Mary College de la Universida­d de Londres. En 1991 publicó un libro –Barcelona. Mil años de historia–, en el que se hace una pregunta: “¿Por qué Barcelona, que tiene todos los servicios de una metrópoli y la convicción de ser una capital, no llega a ser una ciudad soberana en la edad media, ni sede de un gobierno en los tiempos actuales? El primer problema de la historia de Barcelona es el problema de lo que la ciudad no es”. No fue otra Venecia, ni es otra Lisboa –nos dice–. En esta línea, Gaziel insistió en que, a lo largo de algo más de mil años, los catalanes fueron incapaces de construir un Estado, “una entidad política propia, exclusiva, que se llamase Catalunya”.

Es más que posible que los hechos aconsejen una cierta autocrític­a que ponga el acento en un defectuoso ejercicio del poder, que ha basculado entre la debilidad y el radicalism­o. Mala mezcla. Hay una página histórica que nada tiene que ver con el presente, pero que me sobrecoge por lo que denota. La tarde del 19 de julio de 1936, el president Companys recibió la visita de una comisión anarquista formada por Durruti, Abad de Santillán y García-Oliver. Así habló: “He de deciros que la CNT y la FAI no han sido nunca tratadas como merecen por su importanci­a. (…) Hoy sois los amos de la ciudad (…). Si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Catalunya, decídmelo ahora, que pasaré a ser un soldado más en la lucha contra el fascismo”.

No creo que el poder deba plegarse nunca al dictado coyuntural que parece prevalecer en la calle. Tampoco ahora cuando urge recuperar las institucio­nes y formar un gobierno viable. La primera obligación de quien manda es mandar y, luego, responder por lo mandado.

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Multitudin­aria manifestac­ión del 11 de Setembre del 2012

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