La Vanguardia

La culpa no es del reggaeton

- Susana Quadrado

Ay, lectores, temo haber aparcado en el delirio. En cualquier momento, espero la llamada de mi director para advertirme de que han fichado a otra, u otro, para escribir esta columna en la que esta periodista publica cada sábado lo que le da la gana. Espero también que mi madre reniegue de su hija. Incluso que mis colegas de la redacción me retiren el saludo.

Preparen sus Smith & Wesson, apunten y disparen cuanto antes.

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Me gusta el reggaeton.

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Antes me horrorizab­an sus canciones. Ensordeced­oras, rematadame­nte malas. Hasta que me quité los prejuicios, y ahora contemplo una versión de mí misma, más mainstream, con algo de sorpresa y placer.

Pediría indulgenci­a atendiendo a que puede que se trate sólo de un pecado de mediana edad. A saber.

El macho-machote-papi me perdona la existencia cada mañana. Cuando estoy bajo la ducha, la cosa suena ¡Ra!, Scooby Doo pa, pa. La gimnasia matinal. A unos les da por armar frases incendiari­as contra alguien en Twitter con solo sacar un pie de la sábana, y a mi por percutir el coxis ante el espejo con sones que apedrean el buen gusto. Me consuela saber que casi a la misma hora estarán haciendo lo mismo que yo cientos de respetable­s señoras jubiladas en las clases de zumba del gimnasio.

Contra toda ortodoxia, hay que dejarse llevar por un ritmo que te atraviesa como una galerna y lo revuelve todo

“Déjate llevar”, dice la canción. Sólo quiere bailar sola / Dejar lo malo atrás / Ahora nadie te controla / No te harán daño jamás. La música te atraviesa como una galerna, lo revuelve todo y eres otra: más alta, más guapa, más todo.

Hay más. También dejo que mis hijas escuchen reggaeton. Están en esa edad en la que la vida todavía les queda muy grande, pero tienen clarísimo que hay cosas que no les hacen maldita gracia y son capaces de morder: les asquea el acoso, la violencia y que a una mujer se la discrimine por ser mujer. Las letras son machistas, sí, desde el principio de los tiempos. Pero para ellas el reggaeton es ritmo. Sólo ritmo. Y vaya ritmo. La realidad es otra cosa. Pensar que los adolescent­es no son capaces de discernir lo que escuchan es creerles idiotas.

Por la noche, a menudo, en casa nos ponemos a berrear juntas el Downtown de Annitta o la Mala mujer en versión remix. A muerte, como si fuera a acabarse el mundo. Culo prieto, ojos abiertos, mueve piernas y brazos como amarras sueltas sobre muslos y pechos y... ¡dale, mami! Esos momentos no son poco. De hecho, lo son todo porque poseen lo que tiene de salvavidas la palabra vínculo.

Si creyéramos que la música contribuye a reproducir lo que detestamos, la humanidad se habría perdido el tango, los meneos pélvicos de Elvis o el mambo. O canciones –por qué no decirlo, machistas– como Run for your life de The Beatles, Every breath you take de The Police o I used to love her de Gun’s Roses.

Dicho esto, disparen si lo merezco por meterme en camiseta de once varas. Razón: @squadrado.

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