Militante de barrio
APaco Camarasa, que durante un tiempo fue un poco comunista, lo crecieron los tebeos. Fue un poco comunista, pero, aunque el partido prohibiera a sus militantes leer a Agatha Christie y Simenon, Paco no le hacía caso a Santiago Carrillo. O sea que Paco, que era cálido y necesario, olía como aquellos kioscos de nuestra infancia. Olía a diario, a revista, a tinta de imprenta, a cromo, a novela alquilada, a regaliz y a cigarrillos de matalauva, que eran una cosa imposible que algunos nos fumábamos frente a la mar. Luego, muchos años después –así se lo conté en cierta ocasión a Paco– una sevillana me explicó lo que todos sabían menos yo. Aquellas semillas de color pajizo y sabor dulce que se usan para la elaboración de alfajores y pestiños, aquel anís verde, los científicos no lo llaman matalauva sino Pimpinella anisum. Al enterarme de todo aquello celebré el nombre científico, porque, cuando Paco y yo estábamos en los tebeos y las novelas alquiladas, llenas de manchas de aceite y restos de tomate, uno de mis libros favoritos era Pimpinela escarlata, novela escrita por la baronesa británica Emma Orczy de Orcz, cuyo protagonista era un tipo con doble vida. Algo parecido al Zorro, pero en los tiempos de terror que siguieron a la Revolución Francesa.
La Barceloneta que yo conocí hacía años que ya no existía. Pero cuando Paco Camarasa y su compañera Montse Clavé llegaron a ese barrio y abrieron su librería Negra y Criminal, algunos tuvimos una cierta esperanza. Aquella singular y cálida librería, especializada en eso que se ha dado en llamar novela negra, era lo mejor que le había pasado al barrio desde que comenzaron a joderlo y matarlo los especuladores. Horas después del funeral laico de Paco, mientras escribo esto, sigo pensando lo mismo. Lo malo fue que éramos muchos los que celebrábamos aquella librería, pero pocos los que compraban libros en ella. Y el resultado fue que, Paco y Montse o Montse y Paco, tuvieron que cerrar. Por eso Paco, que nunca perdió su media sonrisa, solía decir que había que ser militante de algunos establecimientos de la ciudad, esos que hacen realidad lo que llamamos barrio.
La última vez que abracé a Paco no fue en nuestra común Barceloneta sino en el vecino barrio de la Ribera, una noche lluviosa, desapacible. Algunos sabíamos que, pese al consejo médico, en vez de ir a su casa a descansar, Paco salió del hospital y quiso aterrizar en la cena fría que cerraba los actos de la pasada BCN Negra. Aquella noche, Paco era ya más mirada y ojos que voz. Y más gafas que mirada. La inminente llegada de la muerte nos afila las facciones y es en la mirada donde permanece muy escrita la única verdad. Aquella noche lluviosa, cuando junto a mi amigo Sergio Vila-Sanjuán abandonamos el recinto del Born, fuimos muy conscientes de que ya no volveríamos a abrazar al siempre cálido y generoso Paco Camarasa, que en los últimos años, siempre socarrón o levantino, me llamaba “el espía del Papa”.
Como Paco Camarasa siempre andaba dando cursos y conferencias, es decir, de bolos, Montse decía de él que era “la Pantoja de la librería”. Pero, puestos en coplas, y si Montse me lo permite, yo diría que Paco no era la Pantoja sino la más grande: Rocío Jurado. Paco sabía sonreír. Era un seductor.