LAS CAJAS DE PANDORA
Si no puedes pagar a tu prestamista, quédatelo. Tan revolucionaria máxima es anterior a la última crisis financiera. A grandes rasgos, vendría a ser la estrategia que puso en práctica el fogoso Sadam Husein en la primera de las aventuras que le granjeó el odio occidental. Hablamos de la invasión de Kuwait que inició el 2 de agosto de 1990. Mientras las redacciones de los diarios españoles se quedaban en cuadro por las vacaciones de verano, el imprevisible líder iraquí decidía poner el mundo patas arriba, invadiendo un emirato cuya influencia es inversamente proporcional a su territorio. Poco más de
17.000 kilómetros cuadrados, frente a los más de 400.000 de su gigantesco vecino. Sadam tenía una deuda enorme con ese Estado minúsculo, pero al que la naturaleza ha bendecido con el petróleo. Había utilizado sus fondos para armarse durante la guerra con Irán que había durado ocho largos años
(1980-88). Luego Kuwait, que no perdonaba una deuda, exigió el pago y Sadam pensó que él ya había cumplido manteniendo a los iraníes, enemigos fratricidas por aquello de la rivalidad suní-chií. Así que, en lugar de pasar por caja, decidió echarse al monte, al desierto en este caso. Lo que no se imaginaba es que Kuwait iba a encontrar a su primo el de Zumosol en la persona de los Estados Unidos de Bush padre. Como ha escrito Tomás Alcoverro, “la malhadada invasión destapó la caja de Pandora de todas las calamidades y horrores que se han ido precipitando sobre el inocente pueblo iraquí”.
En efecto, una guerra sin visos de apagarse (aún hoy) empezaba en Oriente Medio, mientras que en Europa se apagaban los rescoldos de otra. Alemania se reunificaba y la perestroika de Gorbachov culminaba así, con el remate de un Nobel de la Paz para su artífice, el genial político soviético, que había conseguido cerrar una caja de Pandora, tarea sólo al alcance de titanes mitológicos. En su discurso de aceptación, Gorby rescataría un oportuno pensamiento filosófico: “Immanuel Kant profetizó que la humanidad se enfrentaría un día al dilema de unirse en una verdadera unión de naciones o perecer en una guerra de aniquilación que acabaría en la extinción de la raza humana”.
En nuestro país, las turbulencias venían por el cambio cultural y de costumbres. La campaña publicitaria “Póntelo, pónselo”, creada por el Ministerio de Asuntos Sociales dirigido por la socialista Matilde Fernández, con la participación del Ministerio de Sanidad y Consumo, había resultado todo un éxito. Un millón de condones repartidos con el pegadizo lema no era poca cosa en un país que apenas se había quitado los complejos de cuarenta años de nacionalcatolicismo. Pero era otra caja de Pandora más. Una parte importante de la opinión pública se soliviantó, la iglesia se lanzó en tromba y asociaciones familiares y de padres de alumnos próximas al ideario católico promovieron un recurso contra una campaña que, promovía “la práctica de relaciones sexuales indiscriminadas entre adolescentes” y el “adoctrinamiento sexual”. Una polémica fogosa en un país que ya mostraba curiosos contrastes en esta materia porque, en paralelo, novelas como Las edades de Lulú, de Almudena Grandes, se convertían en éxito de ventas y eran llevadas al cine. Dos Españas, también en esto.