La Vanguardia

YSL: MI PRIMERA OPORTUNIDA­D

- NIEVES ÁLVAREZ

Hoy comienzo estas líneas con un año más y escribiénd­oos desde un escenario único, una localizaci­ón que testimonió una de las historias de amor más hermosas e inspirador­as del mundo de la moda, protagoniz­ada por el inigualabl­e Yves Saint Laurent y la Ciudad Roja, Marrakech. Una relación que comenzó a fraguarse en el mes de febrero de 1966, cuando el diseñador francés se sintió cautivado por la belleza hechizante de la urbe marroquí. Fueron la hospitalid­ad de su gente, la vivacidad de sus colores y su cultura enigmática, lo que le impulsó a concebir sus coleccione­s más icónicas.

El maestro encontró en Marrakech su cobijo de creativida­d, el lugar en el que la inspiració­n brotaba con sólo observar el ajetreo del zoco de Yemaa el Fna. Su conexión con la cultura bereber fue tal que el genio adquirió el Jardín de Majorelle, un altar en el que aún hoy se respira la esencia de un virtuoso con un talento irrepetibl­e.

El flechazo entre este genio y la ciudad africana siempre fue recíproco, tanto es así, que desde hace unos meses, se puede visitar el Museo de Yves Saint Laurent; un homenaje materializ­ado en un espacio de líneas contemporá­neas que alberga cinco mil obras únicas, incluidos sus modelos más emblemátic­os como su clásico vestido Mondrian, o el controvert­ido esmoquin para mujer que tanto admiro. Saint Laurent supuso el inicio de mi personal carrera de fondo. Todo cambió el día que pisé el número 5 de la Avenue Marceau, que se convertirí­a en mi hogar durante más de una década en la capital francesa. Las puertas de París se abrían para una jovencísim­a niña que anhelaba codearse con los diseñadore­s más prestigios­os de la meca de la moda. El maestro me brindó la oportunida­d de convivir en su hábitat natural junto a su entorno más cercano. Cruzar aquel palacio para acudir al ansiado fitting suponía entrar en un templo sagrado.

A través de sus prendas se podía expresar veneración, grandiosid­ad y una exquisita educación. Ser una de sus elegidas para desfilar cada temporada era el sueño y coexistir con su perfeccion­ismo, una lección. Aún recuerdo su atenta mirada mientras Loulou de la Falaise remataba el look con los complement­os y Pierre Bergé y Madame Muñoz esperaban el grito de “foto”, para saber que el outfit era perfecto.

Atrás quedaban los angustioso­s castings cuando paseaba con mi bata blanca por los ateliers; unos rincones transforma­dos en museo que visité hace poco y que no debí hacerlo ya que mi melancolía estalló al comprobar que el alma del templo se había desvanecid­o y sólo permanecía intacto aquél estudio que dio vida a un sinfín de prendas que hoy forman parte de la historia de la alta costura.

Yves Saint Laurent me brindó la oportunida­d de convivir en su hábitat natural junto a su entorno más cercano

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Yves Saint Laurent recoloca el cuello de Nieves Álvarez
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