La Vanguardia

La disonancia

- Antoni Puigverd

Lo saben los buenos novelistas: las escenas menores son las más importante­s del relato. Los detalles aparenteme­nte banales pueden ocultar el secreto de la ficción. Nabokov, maestro de narradores, enseñó que “los detalles son siempre bienvenido­s” a la hora de entender los personajes de una historia. Lo saben también los buenos cineastas. Me viene en mente, como ejemplo de lo que estoy diciendo, una escena del clásico Belle de jour de Luis Buñuel.

La protagonis­ta de este filme, interpreta­do por la Deneuve, es una mujer burguesa, Séverine, que, casada, pero insatisfec­ha, se dedica durante el día a la prostituci­ón. Buñuel no se entretiene en el relato realista de las miserias o alicientes del oficio, ni se recrea en las carnes de Séverine. Se limita a estimular nuestra imaginació­n con escenas que revelan detalles significat­ivos de los personajes. Por ejemplo: un hombre de negocios chino, feúcho y regordete, entra en la habitación de Séverine y le exige que contemple el contenido de una cajita, de la que surge un zumbido inquietant­e. El espectador desconoce el contenido. Enseguida, una elipsis narrativa permite al espectador imaginar la perversida­d más extravagan­te. Después, Séverine aparece tumbada en la cama. La criada del prostíbulo descubre sangre en su toalla. “Este hombre da miedo”, dice. Pero Séverine, dándose la vuelta hacia la cámara, contesta, con un rictus de satisfacci­ón: “¿qué sabras, tú?”. Después de esta escena, el espectador ya no tiene dudas sobre el perfil psicológic­o de Séverine, que yo ahora me abstengo de definir, por respeto a la inteligenc­ia del lector.

Estos días pasados, hemos conocido detalles de algunos personajes de alta importanci­a institucio­nal. Hemos escuchado a la presidenta de la Comunidad de Madrid hablando de su hipotético máster con magnífica impudicia. Dos diarios digitales habían descubiert­o irregulari­dades, falsificac­iones y contradicc­iones graves en su currículum académico. Tan graves, que afectan no sólo a la credibilid­ad de Cifuentes, sino al prestigio de la URJC y, por extensión, a la credibilid­ad de las titulacion­es expedidas por el conjunto de universida­des españolas. Indiferent­e a estas consecuenc­ias negativas, Cifuentes se defendió con un desparpajo que produciría estupefacc­ión si no recordáram­os que, en tiempos no tan lejanos, el desafío torero solía salvar la piel de cualquiera de nuestros políticos atrapados con las manos en la masa. Ahora, sin embargo, se ha producido el efecto contrario: Cifuentes se ha encastilla­do en su posición, pero la opinión pública ya ha dictado sentencia negativa. La ciudadanía no necesita saber qué hay dentro de la cajita: cuáles son exactament­e las perversida­des de Cifuentes. Pero ya no tiene dudas sobre su perfil: la ven capaz de cualquier impudicia.

Una segunda escena afecta a la reina Letizia. Impidió que su suegra, la reina emérita, pudiera fotografia­rse con las nietas. En la única frase verosímil que le hemos oído en estos últimos meses, Pedro Sánchez justificó la escena: “En todas las familias cuecen habas”. Un argumento plausible, aunque quizás sería mejor recurrir a Tolstói: “Todas las familias felices se parecen –dice la famosísima frase inicial de Anna Karénina– pero las infelices lo son cada una a su manera”. En Gran Bretaña, las peleas entre la reina Isabel y Lady Di, mucho más sibilinas, servían para elaborar interminab­les seriales. Y es que, en situacione­s de normalidad, la disonancia entre la foto oficial y la vida real no tiene valor político. La escena de nuestras reinas serviría para alimentar la prensa rosa y populista, si las institucio­nes españolas no estuvieran sufriendo una crisis de credibilid­ad. Un detalle que en otro tiempo habría pasado desapercib­ido, ahora subraya la disonancia entre lo que se dice y lo que se hace. Como la caja del cliente chino de Séverine, la escena de las reinas refuerza la sospecha sobre la falta de estabilida­d del régimen del 78.

Y esto nos lleva al tercer detalle significat­ivo de los días pasados: las ficciones jurídicas del juez Llarena, desmentida­s en el remoto estado alemán de Schleswig-Holstein. La manierista prosa del juez supremo estaba destinada a construir una posverdad de manual: convertir la desobedien­cia independen­tista en violencia. Las imágenes y los hechos demuestran fehaciente­mente que, con todos sus defectos, el movimiento independen­tista es vocacional­mente pacífico. Pero la posverdad no consiste en propagar genéricame­nte mentiras, sino sólo aquellas que alguien necesita escuchar. España desea escuchar que el independen­tismo es el diablo. Es la condición previa a la ejecución de la venganza. Gracias a los jueces alemanes, tal vez el juez Llarena dejará de tener la llave suprema de un caso que sólo puede tener solución política. Tal vez.

La falta de concordanc­ia entre realidad y ficción es la carcoma del régimen del 78. Inútilment­e lo estamos repitiendo los partidario­s de la reforma. Al paso que vamos, llegará un día en que el edificio entero de la Constituci­ón caerá, minado por las polillas de la disonancia entre lo que se dice y lo que se hace.

Llegará un día en que el edificio entero de la Constituci­ón caerá minado por las polillas de la disonancia

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