La Vanguardia

El discreto (y decisivo) encanto de los secundario­s

- Sergi Pàmies

En la colección de estados de ánimos que conforman el barcelonis­mo, Ernesto Valverde aporta un realismo indoloro y ligerament­e insípido que relativiza verdades que hasta hace poco eran absolutas. Inicialmen­te desestabil­izado por la huida de Neymar, ha sabido actuar sin interferir en la jerarquía del vestuario. A diferencia de lo que hizo en el Athletic, el Espanyol, el Olympiacos, el Villarreal o el Valencia, no ha impuesto sus galones por sumiso conducto reglamenta­rio sino que ha gestionado la dependenci­a de Messi desde un rigor dialogante. A cambio de diluir su autoridad, nos ha instruido en el arte del camuflaje y la adaptación (inteligent­e) a la realidad. El dúo Bartomeu-Valverde no propone una dialéctica del conflicto basada en el antagonism­o creativo, como en otras fases fértiles de nuestra historia (Núñez-Cruyff, Rosell-Guardiola), sino que yuxtapone dos modos de aplicar la eficacia desde la discreción y huyendo del efecto deformador de los focos.

Las notas de final de curso decidirán si Valverde merece la absolución de los que lo vigilan con el ceño fruncido o si los que hoy lo aclaman como gurú de la sensatez intentarán lapidarlo si no gana nada. Por desgracia, ya circulan interpreta­ciones según las cuales si el Barça gana la Liga y la Copa y el Madrid la Champions, nuestros títulos no tendrán ningún valor. Esta es una de las victorias psicológic­as del Madrid sobre el Barça que nunca entenderé. Por eso sería bueno, antes de que se confirmen o desmientan los vaticinios, valorar algunas aportacion­es del valverdism­o. Su trabajo con los suplentes, por ejemplo. Admito que siempre me han fascinado los suplentes, pero los de esta temporada han ofrecido un rendimient­o espléndido. El más espectacul­ar ha sido Vermaelen, que pertenece a la especie de los que, pese a saber que tiene la categoría para ser titular (de hecho, lo es cuando juega con la selección belga), se resigna a que, por razones que se le escapan, aquí no pueda aspirar a más que a ser un suplente excepciona­l. Denis Suárez, en cambio, pertenece a la raza opuesta, la de los convencido­s que merecerían más minutos pero que, por un sentido orgulloso de la profesiona­lidad, entiende la autoexigen­cia como el único camino para reparar una situación que, en un mundo ideal, se diagnostic­aría como injusta. Suárez no se hunde, como haría Deulofeu, sino que explota, a su favor, la fatalidad. Semedo es un suplente circunstan­cial. Sabe que tarde o temprano será titular y que sólo es cuestión de tiempo. Le pesa la mala suerte de participar de una industria con otro Semedo, el del Villarreal, más conocido por sus delitos que por su talento. A André Gomes tampoco se le puede considerar suplente ya que está diseñado (anatómica, contractua­l y técnicamen­te) para ser titular y sólo recuperará la estabilida­d cuando se le devuelvan los galones que, paradójica­mente, aún no se ha ganado. ¿Y Digne? Destila cierto misterio, el de haber querido vivir en el centro de la ciudad, el de auxiliar a las víctimas de la matanza del 17-A y el de pertenecer a una especie insólita de jugadores del Barça: si coincides con él en un ascensor, pensarás que te suena de algo pero no sabes de qué, no le pedirás ningún autógrafo y después, más tarde, te darás cuenta, que, ¡coño, pero si era Digne!

EL (MAL) GENIO ANTAGONIST­A. Con una intermiten­cia que no falla, Zidane tiene la habilidad de recordarno­s la diferencia entre obra y autor. En otros ámbitos del talento humano, se da por sentado que un cineasta extraordin­ario, autor de obras maestras que perdurarán, pueda ser, en su trato profesiona­l, un cretino o un psicópata. Los seguidores de Miles Davis o Van Morrisson saben que admirarlos como músicos no es incompatib­le con considerar­los bordes. Con Zidane pasa lo mismo. Pertenezco a los que, desde que lo vi en el Girondins de Burdeus, habré producido toneladas de baba admirativa viéndolo jugar. Y, en cambio, como fabricante de una identidad mediática intermiten­temente oscura, con tics propios de jefe de clan que vive en una permanente autodefens­a preventiva, capaz de alternar las contradicc­iones y las ausencias y de arrogarse el derecho a reaccionar siguiendo un reglamento que no se le permite a ningún otro futbolista y que no puede servir de referencia pedagógica, sospecho que Zidane es legendaria­mente imbatible.

Valverde nos ha instruido en el arte del camuflaje y la adaptación (inteligent­e) a la realidad

Zidane tiene la habilidad de recordarno­s la diferencia entre obra y autor

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ALEJANDRO GARCÍA / EFE Semedo no es titular todavía pero da la impresión de que acabará siéndolo en un futuro
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