La Vanguardia

Larga vida al reloj de pulsera

- Joaquín Luna

Cuando tenía reloj de pulsera –hasta hace diez días–, llegué a pensar que ya no lo necesitaba, afectos aparte. El reloj marca las horas, los móviles también. Y los ordenadore­s, el nuevo espejo de nuestras vidas. ¿Para qué se necesita, pues, un reloj?

Sucedió en un aeropuerto internacio­nal. Hoy todos los negros toman café y los aeropuerto­s son internacio­nales con la diferencia de que el café levanta el ánimo y los aeropuerto­s cuanto más internacio­nales más te lo quitan. La conexión –internacio­nal, por supuesto– era cuestión de minutos, control de seguridad mediante.

–¡Lleva usted un líquido en la bolsa de mano!

Un botellín de agua. De pardillo. Yo, lo reconozco, me vengo abajo en estos controles, sobre todo cuando toca sacarse el cinturón. Si me pidieran que les enseñase la chorra, al menos todos nos deprimiría­mos y el sentimient­o sería colectivo.

Vísteme despacio que tengo prisa, dicen los toreros a su hombre de confianza en la habitación del hotel. Y con las prisas por no perder la conexión, allí se quedó, en el contenedor de plástico, el reloj de mis días y sus noches. Espero que me haya perdonado.

Percibí la ausencia en la cola de embarque del siguiente vuelo, una fila en la que abundaban personas con cara de contarte sus vacaciones y muy pocos ejecutivos de esos que nunca pierden el reloj ni la compostura.

–Si vuelve al control a por su reloj, perderá el vuelo.

Eché de menos que dijese: “¡Usted mismo!”. Es una coletilla muy ibérica y en desuso, basta fijarse en el panorama de Catalunya.

Aunque me costó más el reloj que el billete de avión, decidí abandonarl­o a su suerte, consciente de que podía ser

Hemos tenido altibajos, sobre todo cuando descubrí que me engañaba unos minutos

el fin de nuestra relación, que ya se aproxima a las bodas de plata. No les niego que hayamos tenido nuestros altibajos, sobre todo cuando descubrí que me engañaba no con un industrial de Bilbao los jueves sino con dos minutos de retraso todos los días.

Inicié los trámites de reconcilia­ción tan pronto llegué al aeropuerto internacio­nal de destino. Describí el reloj como describirí­a a un hijo: con mucho cariño y algunas imprecisio­nes. Caí en la cuenta de que quizás no conocía a mi reloj como debería.

Y en las 48 horas que tardaron en darme noticias, llegue incluso a plantearme –con cierta maldad– si no era acaso una oportunida­d de irme con otro reloj, algún modelo tentador de esos que son para toda la vida. Uno tiene sus defectos pero no es de los que colecciona­n relojes y hoy se ponen uno y por la noche otro. Los pobres somos así de sentimenta­les.

Llegó el correo electrónic­o anhelado: tenemos el reloj y en los próximos días estará en su ciudad. Sigo esperando y no dejo de mirarme la muñeca, en vano. ¡Nunca hubiera imaginado tal sensación de desnudez! Nadie me da las horas como él.

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