Beber del grifo es neoyorquino
¿Agua del grifo? Sí, gracias.
Cuando alguien se instala en Nueva York, resulta inevitable mantener una inspiración del lugar del que se proviene. Pongamos por caso Barcelona. ¿Qué es lo que se lleva allí? Comprar el agua embotellada, que la corriente está totalmente desprestigiada. “Tiene un sabor horrible”, se oye con reiteración.
Así que el nuevo residente de la Gran Manzana se va al supermercado y repite sus pautas habituales de consumo, sin ánimo alguno de pijería. Hasta que, de pronto, ve la luz al producirse la concatenación de dos cuestiones experimentales.
Es como el rayo verde que perseguía Julio Verne, ese momento de clarividencia a partir del cual cambia la perspectiva.
Una de esas circunstancia se produce al llegar frente a la cajera –perdonen el tópico, pero ellas son mayoría– y la factura demuestra que el agua embotellada se paga a precio de oro líquido.
Si hace cálculos, el presupuesto familiar sale esquilmado y, lo que es peor, aún no se ha echado un bocado entre pecho y espalda.
Ante esto, el recién llegado se da cuenta de que en los bares y restaurantes, en todos, lo primero que hacen los camareros es ofrecer el vaso de “tap water”. Sí, gracias, agua del grifo, que sabe más que bien. Surge la pregunta: si fuera de casa bebo del grifo, ¿por qué no en mi apartamento?
La respuesta es la que usted ya sabe. Desaparecen los prejuicios por arte de birlibirloque.
Si se puede dejar de fumar, también es posible modificar los caprichos del paladar.
El agua del grifo no sólo es gratis en los establecimientos, de cualquier categoría, sino que, además, no está estigmatizada.
Nadie critica su gusto, salvo excepciones, por supuesto, de mentalidades consumistas.
Cada mañana, nada más levantarse, una amiga se toma “una pinta” de agua del grifo. Asegura que le da energía y la revigoriza.
Ni siquiera el síndrome Flint, la ciudad de Michigan en la que los ciudadanos se intoxicaban por el alto nivel de plomo de las tuberías y la desidia de los políticos, ni siquiera entonces se produjo una deserción en esta costumbre.
Que se dé agua gratis en bares y restaurantes es una tradición generalizada –casi un derecho– en Estados Unidos. Que en Nueva York tal vez adquiere más sentido por su abundancia y su coste, que es ninguno para los propietarios. Y no es que pongan un vaso, no. No paran de rellenarlo.
Como si el cliente fuera el mismísimo Harry Dean Stanton tras la travesía por el desierto en la película París, Texas (1983), una y otra vez vuelve a fluir el agua.
Esto forma parte del juego, de lo que se considera un buen servicio y un reclamo para dejar una propina del 20% en lugar del 15%. A más atención, más agua y, por supuesto, un incremento en la generosidad del comensal.
Se invita a hacer una constatación. A la que se ha pagado la cuenta, de inmediato desaparece el diligente aguador.
En el barrio hay un restaurante chino que dobla la apuesta. Ofrece gratis el agua y el vino blanco Franzia, extraído de un tetrabrik y servido en jarros de vidrio. El agua va muy bien para sacar los rutinarios cubitos y aguar el vino, que frío entra mejor.
Servir agua corriente gratis en Nueva York y en general en EE.UU. es una costumbre, casi un derecho