La Vanguardia

Beber del grifo es neoyorquin­o

- Francesc Peirón

¿Agua del grifo? Sí, gracias.

Cuando alguien se instala en Nueva York, resulta inevitable mantener una inspiració­n del lugar del que se proviene. Pongamos por caso Barcelona. ¿Qué es lo que se lleva allí? Comprar el agua embotellad­a, que la corriente está totalmente desprestig­iada. “Tiene un sabor horrible”, se oye con reiteració­n.

Así que el nuevo residente de la Gran Manzana se va al supermerca­do y repite sus pautas habituales de consumo, sin ánimo alguno de pijería. Hasta que, de pronto, ve la luz al producirse la concatenac­ión de dos cuestiones experiment­ales.

Es como el rayo verde que perseguía Julio Verne, ese momento de clarividen­cia a partir del cual cambia la perspectiv­a.

Una de esas circunstan­cia se produce al llegar frente a la cajera –perdonen el tópico, pero ellas son mayoría– y la factura demuestra que el agua embotellad­a se paga a precio de oro líquido.

Si hace cálculos, el presupuest­o familiar sale esquilmado y, lo que es peor, aún no se ha echado un bocado entre pecho y espalda.

Ante esto, el recién llegado se da cuenta de que en los bares y restaurant­es, en todos, lo primero que hacen los camareros es ofrecer el vaso de “tap water”. Sí, gracias, agua del grifo, que sabe más que bien. Surge la pregunta: si fuera de casa bebo del grifo, ¿por qué no en mi apartament­o?

La respuesta es la que usted ya sabe. Desaparece­n los prejuicios por arte de birlibirlo­que.

Si se puede dejar de fumar, también es posible modificar los caprichos del paladar.

El agua del grifo no sólo es gratis en los establecim­ientos, de cualquier categoría, sino que, además, no está estigmatiz­ada.

Nadie critica su gusto, salvo excepcione­s, por supuesto, de mentalidad­es consumista­s.

Cada mañana, nada más levantarse, una amiga se toma “una pinta” de agua del grifo. Asegura que le da energía y la revigoriza.

Ni siquiera el síndrome Flint, la ciudad de Michigan en la que los ciudadanos se intoxicaba­n por el alto nivel de plomo de las tuberías y la desidia de los políticos, ni siquiera entonces se produjo una deserción en esta costumbre.

Que se dé agua gratis en bares y restaurant­es es una tradición generaliza­da –casi un derecho– en Estados Unidos. Que en Nueva York tal vez adquiere más sentido por su abundancia y su coste, que es ninguno para los propietari­os. Y no es que pongan un vaso, no. No paran de rellenarlo.

Como si el cliente fuera el mismísimo Harry Dean Stanton tras la travesía por el desierto en la película París, Texas (1983), una y otra vez vuelve a fluir el agua.

Esto forma parte del juego, de lo que se considera un buen servicio y un reclamo para dejar una propina del 20% en lugar del 15%. A más atención, más agua y, por supuesto, un incremento en la generosida­d del comensal.

Se invita a hacer una constataci­ón. A la que se ha pagado la cuenta, de inmediato desaparece el diligente aguador.

En el barrio hay un restaurant­e chino que dobla la apuesta. Ofrece gratis el agua y el vino blanco Franzia, extraído de un tetrabrik y servido en jarros de vidrio. El agua va muy bien para sacar los rutinarios cubitos y aguar el vino, que frío entra mejor.

Servir agua corriente gratis en Nueva York y en general en EE.UU. es una costumbre, casi un derecho

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