La Vanguardia

Cifuentes y la basura

- Sergi Pàmies

Acabe como acabe, el caso Cifuentes ya nos ha inoculado una dosis letal de retórica eufemístic­a. Amparados por su condición de portavoces autorizado­s, dirigentes del PP como Rafael Hernando y Javier Maroto se han desautoriz­ado, que es un verbo que no utilizaban nuestros padres. Si todo evoluciona, el lenguaje también. Los drogadicto­s de antes ahora son toxicómano­s. Los puticlubs son whisquería­s. Las crisis son desacelera­ciones y la desregular­ización es el capitalism­o de toda la vida. La omnipresen­cia de la comunicaci­ón alimenta la tecnología y, por voracidad de inmediatez, contamina nuestra manera de hablar y de entender las cosas. La industria de la política declarativ­a ampara la parálisis gubernamen­tal y maquilla la incompeten­cia. Ejemplo: que ocho años más tarde de haberse diagnostic­ado las primeras causas evidentes de las pésimas relaciones entre los gobiernos de Catalunya y de España aún no se haya tomado ninguna –ni una– medida que no sea represiva y autoritari­a o ilegal y sectaria confirma que las trincheras han servido para innovar en todas las formas de inmovilism­o propagandí­stico.

Las consecuenc­ias de este falso patriotism­o son dramáticas y, a nivel de lenguaje, han espoleado una degeneraci­ón semántica con una onda expansiva inalcanzab­le. El caso Cifuentes nos ha permitido probar la variante más española de un insólito fenómeno de perversión de la opinión pública a través de la opinión publicada. Concebido como espectácul­o fallero, pero sin la honestidad de una cremà, las incontesta­bles evidencias del escándalo se someten a pirotecnia­s disuasoria­s que, en vez de aclarar la esencia de la cuestión, la complican. En un contexto de cultura política democrátic­a sólido, las dimisiones y las excusas prevalecer­ían sobre el chanchullo recreativo y las mentiras que intentan que no veamos ni el bosque ni los árboles, ni el dedo ni la luna.

El verbo mentir ya no se puede utilizar porque corres el riesgo de que te empapelen. Por eso nos sacamos de la chistera artificios como posverdad y recuperamo­s anacronism­os como alteración de la verdad. Son eufemismos que nos sitúan en un nivel indigno de comprensió­n y que nos alejan de la evidencia. En otros ámbitos, la relación entre la realidad y la verbalizac­ión de la realidad se mantiene. Si una sopa quema, decimos que quema. Si hace frío, decimos que hace frío. En política, en cambio, cada vez resulta más difícil conciliar lo que pensamos con las reglas del juego dialéctico de un territorio monopoliza­do por aprendices de brujos de querella fácil o insufrible­s portavoces de la intoxicaci­ón. Resultado: por cada minuto que ellos ganan antes de que los pillen, nos condenan a meses de mentiras agravadas por un uso maléfico de la retórica. Una retórica declarativ­a que, como una epidemia moral, perpetúa la picaresca más chunga. Una retórica que, en vez de condenar y combatir, devoramos como si el único modo de participar en política fuera consumir política basura.

El falso patriotism­o ha espoleado una degeneraci­ón semántica con una onda expansiva inalcanzab­le

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