Quiero tu mente y tu corazón
Nadira Aziz, la mujer de la foto, no quiso moverse, el pasado mes de junio, cuando los equipos de rescate le aconsejaron que lo mejor sería que abandonara aquel lugar, su barrio en Mosul, destruido en un ataque aéreo.
Expulsar a los yihadistas del Estado Islámico había supuesto un precio muy elevado, excesivo para la mayoría de vecinos. Nadira no quiso ceder su silla, plantada frente a las ruinas de su casa. Sepultadas bajo los escombros estaban su hermana y su sobrina. La defensa civil iraquí intentaba recuperar los cuerpos. Nadira decía a aquellos hombres que fueran con cuidado y, sin levantarse de la silla roja, les gritaba que recogieran también este y aquel objeto, pertenencias que asomaban entre las piedras y el polvo.
Nadira contempla su presente en ruinas. No sabemos cuántos años tiene, pero son suficientes para haber sobrevivido a la guerra y la represión, al régimen atroz de un dictador laico (Sadam Husein) y de un califa sanguinario (Al Bagdadi). No sabemos qué piensa de conceptos como libertad y democracia, ¿qué es para ella una nación y un pueblo?
Entre la captura de Sadam Husein en diciembre del 2006 y la caída de Mosul a manos del Estado Islámico en junio del 2014, Nadira fue un objetivo de la propaganda estadounidense. La misión del Pentágono en Irak, como sigue siéndolo en Afganistán y antes lo fue en Vietnam, es ganar los corazones y las mentes de la población local. Es una estrategia basada en el principio de que conocer a Estados Unidos es amarlo, un ejercicio de persuasión que suele ir acompañado de violencia y que, como todos ustedes saben, nunca ha funcionado. Sadam Husein había intentado algo parecido y lo mismo probaron los yihadistas que durante tres años impusieron un régimen terrorífico.
Nadira, según nos cuenta el fotógrafo Ivor Prickett, que durante meses documentó para The New York Times la devas- tación en Mosul, vivía en la ciudad vieja, el barrio a orillas del Tigris que fue la última trinchera del Estado Islámico. De su casa no quedó nada y si hubiéramos podido hablar con ella, le habríamos preguntado por el vacío y la posibilidad de una reconstrucción. ¿Qué se puede hacer para empezar de nuevo? ¿Dónde colocas la primera piedra?
A los estadounidenses les gustaba hablar de nation building, edificar naciones sobre el patrón de las democracia liberales, principios generales y abstractos que no suelen calibrar de manera adecuada la historia y la cultura del lugar. Diecisiete años de guerra y persuasión no han hecho de Afganistán un país mejor para sus habitantes.
Nadira nos habla de inferioridad y vulnerabilidad, de haber vivido expuesta a fuertes dosis de nacionalismo y fervor religioso. Es posible que en algún momento de su vida se haya sentido bien como miembro de la nación iraquí y de la comunidad suní a la que seguramente pertenece. Bajo los escombros de su casa, entre la ropa y los utensilios de cocina, el televisor y el sofá forrado de plástico para que no se manche, deben de haber símbolos nacionales y religiosos, libros que definen su identidad. Su cabeza debe recordar los himnos y los versos, los rituales sobre los que apuntalar la fe. Tal vez por eso no quiso moverse el pasado mes de junio, después del bombardeo aéreo que aplastó su barrio, quieta como una esfinge a pesar de que la excavadora trabajaba apenas a cinco metros de distancia. No atendía a razones y pedía a gritos que le trajeran sus cosas.
Las guerras producen situaciones como esta, personas que, habiéndolo perdido casi todo, habiéndose querido morir con los suyos, desbordan justificaciones para la avaricia, el odio y la crueldad, los sentimientos que van a mantenerlos despiertos y vengativos. Sólo necesitan un caudillo que les susurre al oído.
Nadira, a quien preferimos imaginar como un ser superior, no como una mujer derrotada y a merced del primer dictador, nos muestra el camino de vuelta al origen, a los tiempos de la paz precaria.
Lo primero es no olvidar, y para ello necesita lo que pueda rescatarse, los libros y utensilios que van apilándose junto a su silla. Después necesitará encontrar a alguien con quien compartir los recuerdos y valores. Fuera del encuadre de la foto seguro que hay familiares dispuestos a echarle una mano. Prickett menciona a una sobrina y su marido. No sabemos si tuvieron que trasladarse a un campo de refugiados, si cuentan con recursos para reconstruir la vivienda. Pero lo más importante de todo, lo que seguramente Nadira no conseguirá jamás, es llegar a un entendimiento, a un compromiso con los que destruyeron su casa, seguramente las fuerzas iraquíes que luchaban para reconquistar Mosul. ¿Intentó pactar con los yihadistas que durante tres años le indicaron cómo tenía que vivir? ¿Qué se puede hacer para cambiar la opinión del otro cuando las investigaciones psicológicas demuestran que el ser humano no procesa bien los datos que contradicen su visión preconcebida del mundo? La lógica no es una buena herramienta para convencer. La persuasión entra mejor por los sentidos que por el diálogo. No hace falta ir a Mosul para comprender que la mayoría de nosotros nunca vamos a cambiar de opinión. ¿Por qué debería hacerlo Nadira, una superviviente expuesta a la precariedad más radical si no podemos hacerlo nosotros, que somos unos privilegiados pero vivimos enrocados en irrenunciables egoísmos sectarios?
No hay progreso sin cambios y renuncias, una adaptación que Nadira conoce mucho mejor que nosotros. Me gusta imaginarla con su mente y su corazón a prueba de tentaciones patrióticas y religiosas.
No hay progreso sin cambios y renuncias, una adaptación que Nadira conoce mucho mejor que nosotros