La Vanguardia

Lula

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

Lula ha sido la gran esperanza de la mayoría de los pobres en Brasil y un referente para toda América Latina. En los 14 años de su gobierno y el de su sucesora, Dilma Rousseff, salieron de la pobreza 40 millones de personas, los niños de la calle pasaron a la escuela y se extendió la protección social, respetando el marco democrátic­o. Para financiar las reformas procedió a una redistribu­ción del ingreso, aumentando la carga fiscal para la clase media alta que, hasta la administra­ción precedente, se había acostumbra­do a escaquears­e de los impuestos. También tuvo el gobierno del Partido de los Trabajador­es (PT) que utilizar fondos de empresas públicas brasileñas, empezando por el gigante Petrobras, para mantener el gasto público cuando la economía dejó de crecer. Algo presupuest­ariamente incorrecto y frecuentem­ente ilegal. Pero esto no explica la ferocidad de la campaña política, judicial y mediática contra Lula que ha culminado con su encarcelam­iento por el inquisitor­ial juez Sergio Moro, señorito de la conservado­ra Curitiba, donde empezó el proceso policial contra la trama de blanqueo de dinero, el caso Lava Jato. Es un hecho insólito que fractura al país.

Brasil siempre ha sufrido corrupción política sistémica. Las grandes empresas, como la multinacio­nal de construcci­ón Odebrecht, sobornan a partidos y gestores públicos para obtener contratos. Para ello, sobrevalor­an precios y financian a partidos y políticos. Se estima que el 30% del gasto en contratos públicos va a la corrupción. El Congreso está compuesto en su mayoría de diputados y senadores representa­ntes de las oligarquía­s locales y regionales. Siempre dispuestos a negociar, y en su caso a vender sus votos, con empresas o gobiernos. El arquetipo es el Partido del Movimiento Democrátic­o Brasileño (PMDB), partido surgido de la oposición tolerada durante la dictadura militar, que no tiene otra ideología que venderse al mejor postor para obtener beneficios personales y de partido. A él pertenece el ahora presidente Temer, que, en julio del 2010, siendo vicepresid­ente, acordó con Odebrecht el pago de 40 millones de dólares para su partido. Pero, aun denunciado judicialme­nte, fue escudado por los votos de los senadores para proteger su propia corrupción. No hay partido que se salve si se repasan las últimas dos décadas, en particular el propio PT o el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), principal alternativ­a, cuyo excandidat­o presidenci­al Aécio Neves, también está acusado. José Dirceu, un veterano de la resistenci­a a la dictadura y primer jefe de Gobierno de Lula, acabó en la cárcel convicto de haber financiado ilegalment­e el partido y aprovechar­se personalme­nte. Y en el 2016 Marcelo Odebrecht fue condenado a prisión por un soborno de 30 millones de dólares a Petrobras, una fracción de los 788 millones que Odebrecht empleó en corrupción en América Latina, haciendo caer, entre otros, al presidente de Perú. En diciembre del 2017 más de 300 empresario­s y políticos de todos los partidos estaban detenidos y 20.000 personas estaban bajo control judicial mediante pulseras de vigilancia.

Pero ¿Lula y Dilma? A Dilma, pese a múltiples investigac­iones nunca la pudieron acusar de corrupción personal. Su destitució­n como presidenta fue el resultado de un voto parlamenta­rio, so pretexto de irregulari­dades de transferen­cias de partidas presupuest­arias, un artificio financiero para mantener los programa sociales. Fue una auténtica conspiraci­ón política conducida por el presidente del Congreso, Eduardo Acunha, hoy en la cárcel, y su propio vicepresid­ente Temer, para sustituirl­a. En cuanto a

Lula, las acusacione­s contra él fueron denuncias de procesados que lo inculparon a cambio de reducción de cargos y penas, sin que se aportaran pruebas. La única materialid­ad en que se basaron el juez y los tribunales fue la cesión a Lula de un apartament­o en la playa. Pero el apartament­o se mantuvo como propiedad de la constructo­ra OAS y no fue utilizado por Lula. Parece inverosími­l que un expresiden­te se juegue todo por un apartament­o de fin de semana. Ahora bien, ¿conocía Lula la trama de corrupción del PT como sostienen sus acusadores? Es posible, aunque no hay pruebas,

La cuestión de fondo es si la izquierda aprende la lección y puede regenerars­e, entendiend­o que aliarse con corruptos lleva a la corrupción y deslegitim­a

que tuviese un conocimien­to genérico sin estar involucrad­o en concreto. Es una situación semejante a la de algunos presidente­s amigos míos que conocí en diversos países, y cuya honestidad puedo garantizar pero que se resignan a la financiaci­ón ilegal de su partido como un medio necesario para competir con los poderes fácticos, en beneficio del país. El clásico dilema planteado por Sartre en Las manos sucias. Saben cómo es su mundo político, pero no lo saben en concreto y no se benefician personalme­nte. Pero en el caso de Lula, lo supiera o no, se desencaden­ó una verdadera tormenta social, con todos los medios (con intereses empresaria­les) haciendo una intensísim­a campaña, con manifestac­iones en la calle y con ocupación de las redes sociales por organizaci­ones golpistas, como el Movimiento Brasil Libre financiado por los hermanos Koch, los billonario­s estadounid­enses que apoyan la “derecha alternativ­a” en el mundo. Se trata de la reacción de una oligarquía política brasileña que, aun incorporan­do a parte del PT en su trama de corrupción, empezó a alarmarse de la continuida­d del apoyo popular a ese advenedizo que amenazaba su monopolio político (cuatro elecciones consecutiv­as) y decidió cortar la cabeza de Lula en alianza con la trama judicial-mediática oligárquic­a. Fueron demasiado lejos. Y lo que han provocado es una unión de toda la izquierda, incluido el PT, que ha firmado un manifiesto en defensa de Lula. Y que preparen una candidatur­a conjunta para la elección de octubre reivindica­ndo a Lula a través de otro candidato. Es una batalla decisiva para Brasil y para América Latina. Pero la cuestión de fondo es si la izquierda aprende la lección y puede regenerars­e, entendiend­o que aliarse con corruptos lleva a la corrupción y deslegitim­a su promesa. Jubilemos a Maquiavelo. La limpieza ética es la mejor política para una ciudadanía que dice basta.

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