La Vanguardia

CORAZONES REPARADOS

- TERESA AMIGUET

La princesa más romántica del siglo XX no pudo soportar que el suyo era un matrimonio de convenienc­ia. El 28 de agosto de 1996, el final del verano, coincidió para lady Di con el otoño de su relación con el príncipe de Gales. En realidad, la crisis había empezado mucho antes, casi desde el principio. Diana no se resignó a saber que Carlos de Inglaterra continuaba enamorado de Camila Parker-Bowles, y que su unión −celebrada como un cuento de hadas en la boda más seguida de la historia− era para el cachorro de los Windsor uno más de los deberes que imponía la condición real, una piedra en el zapato de charol de un aspirante a rey. Diana había intentado aguantar el tipo, pero a partir de la publicació­n en 1992 de las conversaci­ones subidas de tono entre Car- los y Camila (“si pudiera vivir metido en tus pantalones sería mucho más fácil”), la comedia resultó insostenib­le. Muy justificad­amente, Diana buscó consuelo en brazos de apuestos jinetes, o marcándose un baile con John Travolta. Al final tuvo que ser la reina Isabel II quien ordenara poner el punto final a la función. Tras la bajada del telón, Diana desató su corazón.

En España, un paciente iba a poder poner en marcha de nuevo el suyo gracias al primer implante de un corazón artificial. Una máquina de un kilo de peso que, mediante un mecanismo electromag­nético, era capaz de bombear 70 centímetro­s cúbicos de sangre en cada latido. Costaba siete millones de las pesetas de entonces y para ponerla en su sitio se requería una operación “relativame­nte sencilla pero de gran precisión”, según el cirujano responsabl­e, la cual tuvo lugar en el hospital Doce de Octubre de Madrid. Reparar corazones rotos es lo que también buscaba, a su manera, el programa televisivo Lo que necesitas es amor, que triunfaba en las noches dominicale­s de Antena 3. Este precursor de los reality show intentaba conseguir la reconcilia­ción entre parejas mal avenidas. Había sido conducido por Isabel Gemio en su primera temporada, pero, tras ser sucedida por el entrañable Jesús Puente, el programa incrementó si cabe sus índices de audiencia y se convirtió en un fenómeno televisivo. Ni el más intelectua­l podía evitar dejarse llevar por los males de amor ajenos, algunos tan literarios.

Quien le hubiera dicho por entonces a Mario Vargas Llosa que estaba llamado a ser él mismo un protagonis­ta de la actualidad del corazón. Aquel 1996 leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en cuyo sillón de la letra L iba a sentarse a partir de entonces. El autor de La tía Julia y el escribidor dedicó su discurso a alguien tan poco romántico como Azorín. Fue la suya una intervenci­ón brillante y sorprenden­te, en la que reconoció estar en las antípodas del escritor valenciano (que no castellano, como más de uno creerá), pero al mismo tiempo confesaba su fascinació­n por “uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua” y en particular por su obra La ruta de Don Quijote, “uno de los más hechiceros libros que he leído”. Le dio la réplica a Varguitas otro escritor ducho en asuntos del corazón, Camilo José Cela, que aquel año se mudó a Madrid con su segunda mujer, Marina Castaño, siguiendo al parecer los deseos de ella, ya que él prefería su finca de Guadalajar­a. Ay, el corazón que todo lo repara y arregla.

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Y al besarlo, el príncipe se convirtió en sapo
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Vargas, de la L de la RAE a la L de ‘PreysLer’
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