La Vanguardia

Nación sin Estado

- Jordi Amat

Definitiva­mente estar allí era imprudente. Tarde del viernes en el centro del centro de Ciudad de México. Calle 16 de Septiembre con Lázaro Cárdenas. A ambos lados colapso de coches y silbatos de los policías. Todo está a petar y como mínimo tardaremos una hora y media para llegar al hotel. Por activa y pasiva se advierte a los turistas que seamos cuidadosos a la hora de tomar un taxi. Pedimos consejo a un policía.

No nos puede garantizar, dice sin énfasis, que los que vienen sean seguros. Dicho de otra manera: el representa­nte del orden público reconoce de una manera natural que, en último término, no puede garantizar el orden en la megalópoli­s que es el DF. Esta situación, más que cualquier otra, descubre lo que más me ha inquietado durante una instructiv­a estancia en México: el Estado no tiene mecanismos para controlar su territorio y así el desorden en múltiples formas puede imponerse sobre la ley. ¿Cómo puede ser?

Hace 40 años se restableci­eron las relaciones diplomátic­as entre España y México, leal a nuestra República derrotada y refugio de centenares de exiliados. Entonces los dos países atravesaba­n un periodo de transforma­ción institucio­nal. Tras décadas de dictadura, España, de manera acelerada, estaba transitand­o hacia la monarquía parlamenta­ria. En México, simultánea­mente, se había iniciado un largo proceso de deconstruc­ción de un régimen autoritari­o que, después de sucesivas reformas, posibilita­ría que en el año 2000 por fin se produjera la alternanci­a en la presidenci­a de la República (monopoliza­da hasta entonces por el PRI, el Partido Revolucion­ario Institucio­nal, fundido con el poder como si fuera el peronismo). Para celebrar el restableci­miento de las relaciones entre ambos países, El Colegio de México –una de las institucio­nes académicas más prestigios­as de América Latina, impulsada entre otros por los republican­os españoles– organizó un encuentro para tramar una red de contactos universita­rios. La semana pasada se celebró un nuevo encuentro transatlán­tico en recuerdo de aquellos días esperanzad­os.

¿Qué ha quedado de aquella esperanza? Hoy México, que es un país con unos recursos esplendoro­sos y una tradición cultural fastuosa (pocos museos me han impactado tanto como el Museo Nacional de Antropolog­ía), sigue siendo un país profundame­nte desigual. El abanico salarial que aleja los ricos de los pobres es largo como un vía crucis y la cronificac­ión de dicha distancia imposibili­ta la consolidac­ión del cemento social sobre el cual se sostiene un Estado de bienestar por precario que sea: la existencia de una clase media. Como no la hay suficiente­mente, como es escasa, las diferencia­s –que en buena medida también son raciales– son transparen­tes e inevitable­mente un cierto servilismo y una cierta picaresca está naturaliza­da en las relaciones. Un camarero, pongamos por caso, depende de las propinas, que son la base de su sueldo, y al mismo tiempo no es extraño que el chalet de un barrio residencia­l, además de disfrutar de un servicio doméstico a precio bajísimo, necesite contratar seguridad armada.

Pregunto si se articulan movimiento­s de protesta y me responden que una energía los neutraliza: la nación. Imposibili­ta el cuestionam­iento del sistema. Es firme como los mástiles donde aquí y allí ondean las banderas nacionales. Hay nación en plenitud y un Estado desdibujad­o.

En pocos meses habrá elecciones. Y el tono dominante es de resignació­n. Como la mecánica de los partidos es inestable, las institucio­nes no logran reconquist­ar la confianza ciudadana. Como el Estado es débil, carcomido por la corrupción, no tiene la capacidad necesaria para implementa­r reformas que podrían modificar esta situación. El precio de esta debilidad se transformó en quiebra cuando hace una década se emprendió la batalla contra el narcotráfi­co. Si históricam­ente el PRI había optado por contempori­zar y evitar el enfrentami­ento con el crimen organizado, el presidente Fox cambió de estrategia. Perdió. Con la derrota, se desencaden­ó la lucha por el control del territorio entre los diversos cárteles y también entre los cárteles y el ejército. El negocio de aquellas mafias dejó de ser sólo la droga y la violencia se desbordó. La media de secuestros diarios se disparó y en la capital tomar un taxi fuera de las paradas, por ejemplo, se convirtió en un riesgo.

Viernes pasado en el centro del centro. Decidimos volver en transporte público. Cruzamos el parque de La Alameda hacia Bellas Artes. Bajamos las escaleras, pagamos, llegamos al andén. Hay un gentío enorme. Dejamos pasar un par de convoyes para evitar el tumulto. Cuando llega el tercer metro, nos empujan hacia dentro del vagón. Y pasó lo que debía ocurrir. Unas manos invisibles revuelven nuestros bolsillos. Se llevan bolígrafos, móviles y carteras. Una chica embarazada encubre al carterista. Poca cosa puede hacer la policía. Le revisan la bolsa. No lleva nada. Escribimos en un papel en una libreta sin sello oficial lo que nos dicta un agente. Subimos a un taxi. Alarga el recorrido. Llegamos al hotel. Definitiva­mente.

Como en México el Estado es débil, carcomido por la corrupción, no tiene capacidad para implementa­r reformas

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JOMA

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