La Vanguardia

Ponerle hilo a la aguja

- Joana Bonet

Vivimos en la era del cómo, sedientos de pedagogía y demostraci­ón, incrédulos ante mecanismos de todo tipo. Nos hemos habituado a las reparacion­es –también morales–, a vivir en el desperfect­o porque siempre hay algo que no funciona, un instrument­o que desafina, sea la caldera o el depósito del agua, la mancha en la corbata o el wifi. La mentalidad del bricolaje ha aterrizado en una sociedad cada vez más lavada de conocimien­to y necesitada de instruccio­nes. Y el término tutor, utilizado antaño en el sentido de “el que cuida y protege a un menor u otra persona desvalida”, ha sido barrido por tutorial, esos vídeos que instruyen en cómo hacer cosas. Desde quitar una mancha de vino de la alfombra persa o crackear el paquete de Microsoft Office hasta dejar de morderse las uñas cuando él o ella no llama.

Si uno busca en YouTube tutorial en genérico, se hallan 251 millones de resultados. Clips para aprender un idioma con más de tres millones de visualizac­iones, sobre la forma en la que hay que chutar el balón para que haga un determinad­o efecto con casi cinco millones y la forma de cocinar un plato de alta cocina con siete millones. Hasta hace apenas tres semanas, también se hallaban demostraci­ones con arma de fuego, que afortunada­mente Google ha decidido retirar tras el clamor provocado por el último tiroteo masivo en EE.UU. La afición a seguir el paso a paso nunca se había materializ­ado con tanta profusión. ¿Acaso no se trata de un pasatiempo infantil? Millones de usuarios confiesan que les relaja, que entran en un embotamien­to liviano. Ver hacer y deshacer mientras uno no hace nada acrecienta el placer de lo útil. Entre el público infantil y juvenil, los tutoriales arrasan. Los profesores suelen ser de su misma edad. No sólo buscan consejos para hacer slime casero, maquillars­e, aprender un truco de magia o dar el primer beso, sino que se enganchan a los llamados DIY, a menudo insólitos al estilo de la Teletienda, especializ­ados en crear demandas inexistent­es. O todo lo contrario, clamores cotidianos, como el que te enseña a colocar los auriculare­s en los oídos de forma que no se caigan a cada instante.

La base sobre la que se asienta la colonizaci­ón de la cultura del tutorial se explica por un lado en la desaparici­ón del conocimien­to heredado, una sabiduría en minúsculas, tradiciona­l, que incluía ritos de pasaje como aprender a anudar la corbata con el padre o a freír un huevo con la madre. Y, por otro, la evolución, que tan bien han explicado Rifkin o Sennet, de un modelo de trabajo caracteriz­ado por la mecánica de tareas manuales repetitiva­s –con la consiguien­te adquisició­n de destreza– a otro de mentefactu­ra, donde prima la reflexión y la gestión. También aflora el resultado de la soledad virtual. La voz del tutorial, a través de una pantalla, acompaña a los pequeños a enhebrar una aguja mientras los adultos andamos muy ocupados.

Entre el público infantil y juvenil, los tutoriales arrasan; los profesores suelen ser de su misma edad

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