La Vanguardia

Sobre libros y pajes

- Antoni Puigverd Josep Carner y su esposa, Émilie Noulet, llegando a Barcelona en 1970

La fiesta de Sant Jordi es una gran cortina multicolor velando la catalanida­d. Un perfume muy denso y penetrante que esconde los olores no siempre agradables que toda comunidad humana segrega.

La fiesta de Sant Jordi se parece a aquellos trajes de bodorrio que se han populariza­do entre las clases populares. Personas que normalment­e usan vaqueros deshilacha­dos, camisetas holgadas y confortabl­es zapatillas, cuando son invitados a una boda se embuten repentinam­ente en ropas llamativas y diseños de alfombra roja marcando un paso vacilante sobre tacones de vértigo. Se produce una clara disonancia entre las zapatillas sudadas de cada día y los tacones de vértigo impuestos por el ritual. Aquellos trajes elegantes pensados para un día especial tienden a desvelar las limitacion­es del usuario: la falta de costumbre en la indumentar­ia refinada, el mal gusto de una elección desmesurad­a o la falta de armonía entre el vestido elegido y la manera de llevarlo. Es clara esta disonancia para quien la contempla con ojos fríos y distantes, pero para quien asiste a la celebració­n con alegría y buena disposició­n de ánimo, lo único que importa es la orgullosa altura de los tacones y la afirmación llamativa de los ropajes. Sant Jordi es una fiesta disonante de un país que lee poco, pero que se exhibe un día al año ampulosame­nte vestido de letras.

El episodio final de la vida de Josep Carner, desplegado en la novela de Carles Casajuana, El retorn (Columna), expresa muy bien dicha disonancia. He aquí un país que usa la literatura como elemento central de su identidad. Un país que defiende su literatura histórica como quien protege un tesoro enterrado, pero que no sabe qué hacer con los grandes autores que esta literatura va generando. No los entiende. Segurament­e no le interesan. Prefiere examinarlo­s de patriotism­o. En el país de los grandes arrebatos identitari­os, los escritores de verdad sólo interesan como pajes de la gran cabalgata nacional.

El día 23 de abril es alegre. La primavera ayuda. Más aún si la primavera es como la de este año: después de meses felizmente lluviosos, el verde de los cereales es esmaltado; “la retama florece, en los campos abunda el rojo de las amapolas” (Espriu). T.S. Eliot, el poeta en lengua inglesa más influyente del XX, dejó escritos unos versos que han alcanzado la categoría de tópico: “De todos los meses, abril es el más cruel: engendra / lilas que brotan de la tierra muerta, mezcla / recuerdos y anhelos, despierta / raíces indolentes con las lluvias primaveral­es”. Eliot exploró la cínica provocació­n de la primavera que festeja la vida con la savia de los muertos. Pensaba especialme­nte en los muertos de la Primera Guerra Mundial. La tierra baldía, de donde provienen los versos citados, expresa “la desilusión y el asco de la generación de posguerra” según afirmaba Agustí Bartra, un poeta volcánico, uno de los mejores catalanes del XX, en el prólogo a su versión de este libro de Eliot que él tituló La terra eixorca en un catalán que ahora ya sólo se atreve utilizar el gran Adrià Pujol Cruells, autor que abandera unas brillantes generacion­es de entre 30 y 50 años. Su libro de este año, Els barcelonin­s

Los escritores de verdad sólo interesan como pajes de la gran cabalgata nacional

(L’Avenç), es, como todos los suyos, un festival lingüístic­o y una mina de pasatiempo­s, pero también un puñetazo a los tópicos. En este caso un puñetazo a los tópicos que abruman a la famosa y, sin embargo, desnortada Barcelona.

Los narradores que yo escogería de este bloque generacion­al son Vicenç Pagès, Toni Sala, Jordi Puntí, Francesc Serés y, algo más jóvenes, un grupo de autoras que despuntan con fuerza (subrayo el femenino porque las que me han llamado la atención son mujeres): Marta Rojals, Llucia Ramis, Anna Vallbona o la revelación de este año, Eva Baltasar. Escriben muy bien. Generalmen­te de manera glacial, sardónica o extrañada. Tienden a explorar mundos cerrados. Espacios geográfico­s limitados y periférico­s. Miradas ensimismad­as o separadas de la realidad gracias al permahielo que da título a la novela de Baltasar. El permahielo es aquella parte de la tierra que nunca se deshiela, la coraza invisible que separa el individuo contemporá­neo del mundo que le rodea. “La dureza del hielo preserva un mundo habitable, sólo que dormido”.

Aunque la protagonis­ta de Permagel de Eva Baltasar (Club Editor) tiene un final abierto, tanto esta novelista como otros autores que he leído de su generación expresan esencialme­nte la gran incomodida­d y falta de perspectiv­as de la época actual. En Coses que et passen a Barcelona quan tens trenta anys (Columna), la primera novela de Llucia Ramis (que hoy venderá, espero, muchos ejemplares de Las posesiones, editada por Libros del Asteroide), la protagonis­ta decía una frase que desde entonces he considerad­o el manifiesto de las generacion­es actuales: “Tenemos un síndrome de Diógenes existencia­l: acumulamos todo tipo de experienci­as de mierda”. Pues bien, la protagonis­ta de Permagel remacha el clavo con una metáfora animal: “El futuro espera y es un reno, demorándos­e en una carretera secundaria”.

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