Una rosa para el Demon
La ópera de Rubinstein sintoniza con el público del Liceu en una Rambla amorosa
No era fácil llegar con tiempo ayer al Liceu. La densidad del tráfico en Sant Jordi siempre es difícil de sortear. Lo suyo habría sido detenerse a interiorizar esa primavera imparable, el recuerdo de las víctimas del atentado de 17-A en esa Rambla que bullía de nuevo con Sant Jordi, más amorosa si cabe. Lo suyo habría sido respirar hondo y encarar este Demon de Anton Rubinstein sin resistirse. Porque al final el demonio acabaría penetrando, llevándonos consigo a un plano sobrehumano.
Hipnótica, de una belleza turbadora es esa partitura romántica del siglo XIX. Especialmente cuando abunda en las voces de bajo, voces que apelan a lo más profundo del ser, algo instintivo, sexual, telúrico. Algo muy ruso, para entendernos.
El demonio haría su entrada, en esta historia basada en el poema de Mijail Lemontov, completamente aburrido, víctima del tedio. Nadie le opone resistencia. No hay un San Jorge encarándosele y haciendo justicia, entreteniéndole. Está decepcionado porque no le cuesta llevar a cabo sus fechorías, todo el mundo se apunta. ¿Qué sentido tiene pues seguir ejerciendo? Sólo una pasión más grande, la del amor, podrá sacarle de la agonía.
La escenografía de Hartmut Schorghofer –autor también del vestuario– presidía la escena con rotundidad. Ese túnel de madera con una perspectiva que permite agrandarlo a medida que se aproxima a la boca del escenario, sería, junto con la calidad del reparto, la gran baza de esta producción del Gran Teatre. Una escenografía que tenía varias virtudes: enmarcaba la esfera del mundo sobre la que se proyectarían otras imágenes –de colores un tanto diluidos–; además tenía un efecto de caja de resonancia que daba redondez al maravilloso Cor del Liceu, o que de repente agrandaba la voz del príncipe Sinodal (un aplaudido Igor Morozov). Lo ovalado de la escenografía, además, tenía la virtud de darle ritmo a una muy parca dirección de escena (del director artístico de la Helikon Opera de Moscú) que no fue siempre acertada en cuestión de movimientos actorales (Tamara, la interesante soprano Samik Grigorian, tiene comportamientos más propios de una princesa de pueblo, o incluso de una adolescente de nuestro tiempo, que de una mujer que se encuentra cara a cara con el mismo demonio). Que hace olvidar, en fin, acabados dudosos como ese trapo rojo que representa la sangre (y que lo carga el demonio). Por no hablar de una mediocre coreografía de demonios/lobos...
Pero la música compensaba cualquier pequeño desajuste. Dirigida por Mijail Tatarnikov, la Simfònica del Liceu cumplió con el efecto hechizante de la música de Rubinstein. El demonio, por su parte, el barítono Eglis Silins, estuvo magnífico en caracterización y voz, ya fuere cuando intenta seducirla prometiéndole “sueños dorados sobre sus párpados de seda” o cuando se pone a sus pies y confiesa estar dispuesto a abandonar el mal, a renunciar “a la venganza y a los pensamientos altivos”.
El final tendrán ustedes que acudir a verlo. Y a interpretarlo. En la noche de estreno el público dedicó seis minutos de aplausos, y grandes ovaciones para Grigorian y Silins.
Seis minutos de aplausos con bravos para Eglis Silins y Asmik Grigorian en este Rubinstein hipnótico