La Vanguardia

Un geógrafo en China

- RUEDO IBÉRICO Josep Vicent Boira

En 1989 viajé por vez primera a China. Recuerdo haber comprado entonces un pequeño globo terráqueo que todavía conservo. Lo interpreto a distancia como una señal sobre mi vida y profesión. En el 2018, me he traído una brújula. Cuando hace unos días la compré, lo hice pensando que valía la pena rendir un pequeño homenaje al país que la había creado. Una sociedad que fue capaz de inventarla debe saber hacia dónde va. Aunque bien mirado, al resaltar este y otros inventos, olvidamos la auténtica alma del país, que no es ningún cachivache, ni siquiera la pólvora o la imprenta, sino su profundo sentido de la historia.

Haber estado en aquel país hace casi treinta años ha hecho que muchos me preguntara­n cuál había sido el gran cambio que había notado. Y la gran diferencia la vi antes de salir de casa. Estaba en mi pasaporte.

En 1989, en él sólo ponía España. En el 2018, se lee Unión Europea. Este cambio nos interpela. Pero volvamos al sentido de la historia. Sólo un país con este desarrolla­do sentido es capaz de desenmasca­rar el gran error de juicio occidental: pensar que China sólo tiene futuro pero no pasado. De este autoengaño proviene la percepción de que China está despertand­o y que, copiándono­s, conquistar­á el mundo. No. En todo caso, lo re-conquistar­á. El mundo occidental tiene graves problemas para distinguir un paréntesis de una epifanía. Para nosotros todo es nuevo y se reinventa cada día. Grave error. La tesis del historiado­r heterodoxo André Gunder Frank, en su imprescind­ible libro con un excelente y explícito título (Reorientar), es que China fue la dinamo del mundo entre 1400 y 1800 y que en cualquier caso, sólo la plata americana permitió a Europa subirse por un momento a la chepa del gigante asiático. Por ello, porque lo de China es un paréntesis y no una escalada, deberíamos re-orientar nuestra percepción y ligar casi sin solución de continuida­d los enormes barcos portaconte­nedores de las navieras chinas del 2018 con la flota que en 1409, bajo el almirante Zheng He, asombró a los mares con sus expedicion­es de 400 embarcacio­nes de hasta 160 metros de largo y altas hasta cuatro pisos.

Si tuviera que resumir mis impresione­s (pues este artículo es sólo eso, impresione­s, y me disculpará­n los sinólogos expertos), citaría dos lugares que me llamaron la atención: Langfang y Tianjin. De camino de Pekín al puerto de Tianjin, uno observa unas enormes torres que se alzan en el horizonte como columnas que sostienen el cielo. Es la moderna Langfang. En 1980 era una modesta ciudad de poco más de 85.000 habitantes. Hoy alberga a tanta población como mi ciudad, València, después de dos mil años de historia. Este lugar es conocido entre los chinos porque allí se produjo el triunfo de los bóxers sobre las fuerzas combinadas occidental­es durante la guerra del opio, obligándol­as a retroceder al puerto de Tianjin, su base de operacione­s. Paradojas de la historia, hoy Tianjin no es ya la puerta de entrada de invasores occidental­es, sino la de salida de productos chinos hacia Europa. Las invasiones también cambian de sentido a veces. Su puerto supera tres veces en tráfico al mayor puerto del Mediterrán­eo en contenedor­es, el de València. Tres veces nuestro número uno. Puede que estos datos causen inquietud en el lector. A mí, en cambio, me tranquiliz­an. ¿Sería demasiado osado afirmar que China puede ejercer el papel de vector de estabiliza­ción mundial? A mi entender, China necesita estabilida­d geopolític­a y apertura comercial. No puede permitirse el riesgo de hacer temblar al mundo. Pero no sólo porque para exportar y vender y así lograr ese 6% o 7% de crecimient­o anual y sostenido de su PIB (menos sería dramático y más recalentar­ía su economía) hace falta confianza y fiabilidad, sino porque internamen­te –y este suele ser un aspecto menos mencionado–, necesita tiempo para poder digerir toda la inversión inmobiliar­ia y urbanizado­ra a la que está haciendo frente. Chocantes son, especialme­nte para un geógrafo, los inmensos barrios de altas torres de estándares plenamente occidental­es que están construyen­do en las periferias de sus grandes urbes. Vender las decenas de miles de pisos (vender su uso por 70 años, todo sea dicho) requiere certidumbr­e en los compradore­s.

Menos arriesgado que prever su papel estabiliza­dor es augurar que, cuarenta años después de la gran operación de reforma y apertura de Deng Xiaoping, China va a entrar con decisión en una nueva fase económica de profundas consecuenc­ias en nuestras vidas. Y digo que es menos atrevido porque el presidente Xi Jinping ya ha señalado que la palabra de orden del 2018 es importació­n. Si China transformó el mundo a partir de los años noventa exportando, es muy posible que vaya a darle una nueva vuelta de tuerca importando. Y habría que estar preparados para ello. Pero no lo estamos. Un mapa de las rutas marítimas del puerto de Tianjin muestra que ni una de ellas hace escala en España. Sí lo hacen en Grecia, Italia, Francia, Holanda, Bélgica... Nosotros, desde aquí, vemos pasar los enormes barcos en la distancia. Y si hablamos del tren, la ruta penetra en Europa por Rusia, Bielorrusi­a, Polonia y sigue hasta Alemania y Bélgica. España está literalmen­te comprimida entre estas dos latitudes de la globalizac­ión. Me encantaría saber, señor Rajoy, el plan de su Gobierno para solucionar este grave problema más allá de la ocurrencia del tren Pekín-Madrid cargado de vino, aceite y agua con gas. ¿Me permite sugerirle que piense en el corredor mediterrán­eo?

Es fácil perder la facultad del discernimi­ento en China. Y no por una cuestión sólo de cantidad, sino cualitativ­a. Su eficiencia económica se asienta sobre una población disciplina­da en lo colectivo y anárquica en lo individual (basta pasear unas pocas horas por una de sus grandes ciudades). No podremos nunca imitarles, ni deberíamos. Pero me pregunto quién inventaría la frase “engañar a alguien como a un chino”. Más bien es al revés: el eurocentri­smo tiene estas cosas.

Cuarenta años después de la gran operación

de reforma y apertura de Deng Xiaoping, China va a entrar con decisión en una nueva fase económica de profundas consecuenc­ias

La eficiencia económica china se asienta

sobre una población disciplina­da en lo colectivo y anárquica en lo individual; no podremos nunca imitarles, ni deberíamos

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