¿Frenada europea?
Ultimamente hemos asistido a un cambio de humor sobre el crecimiento en la eurozona y, el miércoles, Eurostat lo certificó: el avance del PIB ha caído del 0,7% del último trimestre del 2017 al 0,4% del primero del 2018. Pero hacía semanas que los nervios estaban a flor de piel: el grueso de los indicadores de confianza, comercio exterior y producción industrial sugería ya que se había superado el máximo cíclico.
Por ello tiene especial relevancia la evaluación de las perspectivas 2018-19 de la eurozona que la Comisión Europea presentó ayer. Aunque mantienen su tradicional optimismo (crecimiento del PIB del 2,3% y 2%, respectivamente, en el 2018 y el 2019), el tono del informe es de una cautela inusual. Por un lado, quita hierro a la desaceleración: tras cinco años de expansión y un 2017 con el incremento del PIB más intenso desde el 2007 (2,7%), una cierta moderación es inevitable, al tiempo que algunos elementos transitorios habrían contribuido a la corrección (mal tiempo, huelgas en Alemania y gripe). Esta visión es también la del BCE, cuyos técnicos postulan un crecimiento similar. Y la de Mario Draghi la pasada semana, cuando anunció que en septiembre finalizaría la compra de activos.
Pero, por otro lado, sus cautelas son notables: públicamente aceptan que no se sabe en qué fase del ciclo económico nos encontramos,
De confirmarse la desaceleración y la baja inflación, el BCE debería mantener su política
algo de la máxima importancia para la política monetaria y fiscal. En todo caso, y como factores que podrían frenar el crecimiento futuro, apuntan a la falta de mano de obra, a la plena utilización de la capacidad productiva, a la apreciación del euro y a la dilución del positivo impacto de la política del BCE; pero más importantes que estos factores internos serían los exteriores: el Brexit, la desestabilización financiera que podría provocar el explosivo déficit público en EE.UU. y la respuesta de la Fed y, muy en particular, la guerra comercial de Trump. Este último aspecto es crítico porque el crecimiento de la eurozona se ha germanizado: depende más de la inversión y, en especial, de las exportaciones. De hecho, su saldo por cuenta corriente en el 2016 y el 2017 continúa en un insólito, por elevado, 3,5% del PIB. Por ello, está hoy más expuesta a los impactos sobre el comercio global de turbulencias financieras o del nuevo proteccionismo.
A pesar del optimismo de la Comisión, la larga lista de problemas potenciales que enumera invita a la prudencia. Y ello no sólo por sus efectos sobre el crecimiento, sino por los riesgos que se acumulan en el BCE. De confirmarse la frenada y las dificultades para que la inflación progrese, el BCE debería mantener su política actual. Pero esa continuidad no está exenta de peligros: no sabemos cuando, pero una nueva crisis llegará. Y entonces, la autoridad monetaria debería haber recuperado margen de maniobra. Por ello, ojalá las previsiones de la Comisión se confirmen, la expansión continúe y el BCE retorne a la normalidad. Pero no parece fácil. Nada fácil.