Un invento colosal
El léxico que se usa para hablar de las realidades y las ficciones políticas nunca deja de renovarse. Pero a menudo, a semejanza de lo que sucede con la moda, se renueva recuperando viejos conceptos. Una de las novedades del vocabulario de esta temporada es el regreso del término cesarismo, que, hasta hace poco, era un concepto casi en desuso tendente a desaparecer de los diccionarios de las ideas políticas y reservado a los historiadores de épocas más o menos lejanas, como la de Napoleón III.
Tradicionalmente este término, que hace referencia al cognomen del dictador romano Julio César, se utilizaba para describir una determinada manera de ejercer el poder o un régimen en que el poder se ejercía de este modo. A pesar de que Julio César no aceptó la corona que le ofrecían, su figura se relaciona con una experiencia histórica singular en el mundo antiguo, la de una monarquía populista que sucedió a una república que parecía incapaz de gobernarse. A lo largo de la historia los cambios de régimen han tendido a seguir otra dirección: las monarquías se han convertido en repúblicas. En Roma, que había nacido como una monarquía coronada y que se hizo mayor como una república en la que no había otra reina que la ley, acabó pasando lo contrario, aunque los césares que vinieron después de Julio rehuyeran como él mismo tanto el título de rey como la corona y prefirieran mantener la ficción de que eran los primeros ciudadanos de una república que había dejado de existir. Esta singularidad romana propició que el término cesarismo acabara siendo sinónimo de gobierno posconstitucional y que aquellos que se ocupaban de estas cosas lo usaran cuando pontificaban sobre las diferencias entre la tiranía, que por definición es siempre mala, y el cesarismo, que busca situarse más allá de la discusión apriorística sobre el mejor régimen presentando el abandono dictatorial de la constitución que lo caracteriza como una necesidad forzada por las circunstancias.
Hace casi diez años, el constitucionalista José A. González Casanova escribió un artículo donde remarcaba que la Constitución del 78 había querido tratar la figura del rey según una fórmula ya clásica definida un siglo antes por George Jellinek. Recibía el nombre, en apariencia paradójico, de monarquía republicana, que se aplicaba técnicamente
El proyecto de Puigdemont, con forma de república monárquica, tendría un poder absoluto muy poco republicano
a todas las monarquías europeas contemporáneas, donde los reyes ya no son soberanos sino altos funcionarios sin ningún poder de unos estados concebidos como repúblicas. Por paralelismo, se podría relacionar el cesarismo de Puigdemont de que tanto se habla estos días con el proyecto de un gobierno posconstitucional con forma de república monárquica en que el presidente, que estaría por encima de las leyes, tendría, sobre el papel, que todo lo aguanta, un poder absoluto muy poco republicano. Seguramente sólo es una broma táctica. Pero este proyecto de cambio de régimen, que pretendería hacer una república independiente construyendo una monarquía absoluta desde el exilio, sería un invento realmente colosal, digno del profesor Franz de Copenhague.