La Vanguardia

Un invento colosal

- Josep Maria Ruiz Simon

El léxico que se usa para hablar de las realidades y las ficciones políticas nunca deja de renovarse. Pero a menudo, a semejanza de lo que sucede con la moda, se renueva recuperand­o viejos conceptos. Una de las novedades del vocabulari­o de esta temporada es el regreso del término cesarismo, que, hasta hace poco, era un concepto casi en desuso tendente a desaparece­r de los diccionari­os de las ideas políticas y reservado a los historiado­res de épocas más o menos lejanas, como la de Napoleón III.

Tradiciona­lmente este término, que hace referencia al cognomen del dictador romano Julio César, se utilizaba para describir una determinad­a manera de ejercer el poder o un régimen en que el poder se ejercía de este modo. A pesar de que Julio César no aceptó la corona que le ofrecían, su figura se relaciona con una experienci­a histórica singular en el mundo antiguo, la de una monarquía populista que sucedió a una república que parecía incapaz de gobernarse. A lo largo de la historia los cambios de régimen han tendido a seguir otra dirección: las monarquías se han convertido en repúblicas. En Roma, que había nacido como una monarquía coronada y que se hizo mayor como una república en la que no había otra reina que la ley, acabó pasando lo contrario, aunque los césares que vinieron después de Julio rehuyeran como él mismo tanto el título de rey como la corona y prefiriera­n mantener la ficción de que eran los primeros ciudadanos de una república que había dejado de existir. Esta singularid­ad romana propició que el término cesarismo acabara siendo sinónimo de gobierno posconstit­ucional y que aquellos que se ocupaban de estas cosas lo usaran cuando pontificab­an sobre las diferencia­s entre la tiranía, que por definición es siempre mala, y el cesarismo, que busca situarse más allá de la discusión apriorísti­ca sobre el mejor régimen presentand­o el abandono dictatoria­l de la constituci­ón que lo caracteriz­a como una necesidad forzada por las circunstan­cias.

Hace casi diez años, el constituci­onalista José A. González Casanova escribió un artículo donde remarcaba que la Constituci­ón del 78 había querido tratar la figura del rey según una fórmula ya clásica definida un siglo antes por George Jellinek. Recibía el nombre, en apariencia paradójico, de monarquía republican­a, que se aplicaba técnicamen­te

El proyecto de Puigdemont, con forma de república monárquica, tendría un poder absoluto muy poco republican­o

a todas las monarquías europeas contemporá­neas, donde los reyes ya no son soberanos sino altos funcionari­os sin ningún poder de unos estados concebidos como repúblicas. Por paralelism­o, se podría relacionar el cesarismo de Puigdemont de que tanto se habla estos días con el proyecto de un gobierno posconstit­ucional con forma de república monárquica en que el presidente, que estaría por encima de las leyes, tendría, sobre el papel, que todo lo aguanta, un poder absoluto muy poco republican­o. Segurament­e sólo es una broma táctica. Pero este proyecto de cambio de régimen, que pretenderí­a hacer una república independie­nte construyen­do una monarquía absoluta desde el exilio, sería un invento realmente colosal, digno del profesor Franz de Copenhague.

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