Síntesis independentista
La esperada investidura de un presidente viable para la Generalitat se hizo realidad ayer con la elección de Quim Torra. Pero el deseo mayoritario de que las instituciones autonómicas contasen con un gobierno, y decayera así el 155, condujo también a la decepción. El independentismo ha resuelto disociar el proceso constituyente de una república propia de la actuación institucional del nuevo gobierno. De manera que este último se ciña al desarrollo de un programa que no desborde el cauce estatutario y constitucional, mientras que Puigdemont desde el exterior y las organizaciones de la sociedad civil en el interior se encarguen de impulsar el proceso de desconexión. Así es como ayer se acallaron las tensiones entre los cuatro sujetos del independentismo parlamentario: Junts per Catalunya, PDECat, ERC y la CUP. Como siempre, contentando a las opciones más extremas para evitar que la gobernabilidad sea un objetivo para compartir con otros.
Muchos dirigentes independentistas saben que su apuesta maximalista podría verse incapacitada para lograr algún día el apoyo de la mitad de la población si la vía catalana continúa empantanando la resolución de los asuntos públicos. Y si la vulneración de las normas vigentes conduce a nuevas diligencias judiciales. De modo que la disociación entre el regreso al puente de mando de la Generalitat y el mantenimiento, fuera de las instituciones sujetas al control de legalidad, de la llama secesionista podría ser una salida hasta inteligente. Sin embargo, no es que el independentismo gobernante haya decidido actuar como autonomista a secas en el seno de las instituciones y, en paralelo, fomentar la idea de la república propia a través de sus organizaciones partidarias, a la espera de un momento mejor. La sensación que el presidenciable Torra quiso transmitir en el pleno de investidura fue bien distinta. El independentismo catalán –que él representa junto a Puigdemont– tiene superado el esquema tradicional del nacionalismo; de agotar primero las posibilidades de la autonomía para luego encaminarse hacia la independencia, en un éxodo por etapas. De modo que la actuación prevista al frente de la Generalitat no sería más que un sucedáneo de las pautas que establezcan el Consejo de Puigdemont y las plataformas civiles en aras a alcanzar cuanto antes la meta propuesta de un Estado independiente.
El independentismo no pretende darse una pausa; quiere caminar a un ritmo tan vivo que le permita recuperar el tiempo perdido. Ello al margen de que tal cosa le sea o no posible. Es presumible que el Govern de la Generalitat encabezado por Torra se decante por una profilaxis formal para que las resoluciones destinadas a su publicación en el boletín oficial no contengan elementos impugnables desde el punto de vista constitucional o denunciables porque incurran en ilícitos señalados con anterioridad.
Pero no sería extraño oír de boca de los consejeros y demás responsables gubernamentales mensajes que presenten hasta los actos más triviales de cualquier administración autonómica –inauguraciones, por ejemplo– como hitos de un camino que sólo puede conducir a la independencia. Hay un independentismo que se practica en la vivencia de la desconexión de facto; un independentismo que sólo se ve a sí mismo, porque considera que todo lo demás es lo español o le parece entre superfluo e indiferente. Es el resultado de la asunción selectiva de aquello que rodea a cada cual en clave identitaria. También hay un independentismo que aparenta ser más político. Es aquel que persigue la neutralización de los otros catalanes por agotamiento. No se trata de una estrategia propiamente dicha, como de la búsqueda instintiva de la anulación del discrepante.
La presidencia de Quim Torra asomaría como la obligada síntesis del independentismo; como la comunión –ineludible para sus partícipes– entre la vivencia cotidiana de la desconexión y un secesionismo pretendidamente más político. Los primeros habitan una realidad propia, y ya no volverían a la autonomía más que acompañados de una insoportable carga de frustración. Los segundos se disponen a librar la batalla definitiva, para acabar con el empate infinito, a favor de la república catalana. De fondo, una Catalunya capaz de asimilar como si tal cosa los perjuicios de la inestabilidad, también en términos económicos. Porque tampoco han sido tantos en comparación con los peores augurios. El reloj está parado, y en marcha al mismo tiempo. Ya resulta poco menos que ocioso preguntarse cuál de las dos opciones ha quebrado más la convivencia entre catalanes. Si la aplicación del 155 o la irrupción de Torra y su discurso en la presidencia de la Generalitat.
El independentismo quiere caminar, sin pausa, a un ritmo tan vivo que le permita recuperar el tiempo perdido