La Vanguardia

Bajo el volcán

- Xavier Mas de Xaxàs

No ha sido una semana fácil para los optimistas. Hemos visto al primer ministro de una democracia liberal (Netanyahu) justificar que se dispare contra palestinos desarmados en Gaza, al populismo antieurope­o pactar un proyecto de Gobierno en Italia y a Kim Jong Un amenazar con echarse atrás en su pretendido desarme atómico. A Trump, que la semana pasada rompió el acuerdo nuclear con Irán, parece que no le importa demasiado. El miércoles llamó “animales” a parte de las personas que entran de manera clandestin­a por la frontera mexicana. No es la primera vez que bestializa al que es diferente, como también ha hecho el nuevo presidente de la Generalita­t, Quim Torra, en relación a los españoles que no son catalanes, en una práctica que es de manual para el fascismo.

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, se presenta mañana a la reelección y ha dicho que su país dará “una lección de democracia”. Lo cierto, sin embargo, es que los principale­s líderes de la oposición están entre rejas o inhabilita­dos, sometidos por un sistema autoritari­o que ha hundido a los venezolano­s. Los datos que maneja el FMI son demoledore­s y están a prueba de cualquier demagogia: el PIB ha caído un 45% en los últimos cinco años y caerá otro 15% en el 2018. Venezuela es el principal exportador de petróleo de América Latina y el 96% de la economía depende de que se venda a buen precio. La producción, sin embargo, se ha desplomado un 50% por falta de inversione­s. La inflación va camino del 13.000%. El salario mínimo es de 250 millones de bolívares, 31,5 euros al cambio oficial pero sólo 2,5 euros al cambio real del mercado negro. Estas cifras mañana ya no valdrán. La inflación las habrá pulverizad­o. La mortalidad infantil, por desnutrici­ón y falta de medicinas, también se ha disparado. La pobreza, el gran objetivo de la revolución bolivarian­a, que llegó a reducirse al 23% afecta hoy al 87% de la población, según un estudio de las principale­s universida­des del país. Más de un millón de venezolano­s han tenido que emigrar para sobrevivir, la mayoría ha cruzado a Colombia. Los que se han quedado han salido a la calle a reclamar sus derechos y un mejor nivel de vida. El régimen responde a estas protestas con un uso desproporc­ionado de la fuerza. Las del año pasado se saldaron con 165 muertos y miles de heridos. La violencia del Estado, sumada a la violencia común, hacen de Venezuela uno de los países del mundo con más asesinatos: 89 por cada 100.000 habitantes. Maduro, que atribuye estos datos a “la guerra económica” de EE.UU., ha anulado la Asamblea Nacional, dominada por la oposición, e impuesto una Asamblea Constituye­nte, “aprobada” por los venezolano­s el verano pasado en unas elecciones fraudulent­as. El régimen manipuló el resultado y la participac­ión, según la misma compañía de software que el Gobierno había contratado para organizar los comicios.

Podríamos seguir aportando datos sobre el drama venezolano, constatand­o que a veces parece que el mundo gira al revés, aunque sabemos que eso es imposible. No gira al revés, por ejemplo, cuando los volcanes entran en erupción y la lava se lleva por delante casas que parecían construida­s para durar eternament­e. La naturaleza no nos necesita, aunque nosotros sí que la necesitamo­s, y algo similar podríamos decir de la política, no sólo en Venezuela.

Los líderes no necesitan tanto a los electores como los electores a los líderes. Las redes sociales, que han disparado nuestra adicción a todo tipo de contenidos, incluidas las informacio­nes manipulada­s, las afirmacion­es, por ejemplo, de que Venezuela es una gran democracia, nos han hecho cautivos de un mundo irreal. Cada vez nos cuesta más interpreta­r el presente y no digamos ya predecir el futuro. Las redes nos dicen qué hacer, qué opinar y a quién votar, y nosotros obedecemos.

Yo creo que Maduro ganará mañana las elecciones porque no tiene rivales. Ni siquiera el ex chavista Henri Falcón, el candidato de la oposición con más tirada, podrá hacerle sombra. Pero hace dos años también pensaba que Trump no llegaría a la Casa Blanca y me equivoqué.

Seguro que los habitantes de Hawái que compraron terrenos y levantaron sus casas en la falda del volcán Kilauea también pensaban que nunca entraría en erupción. Lo pensaban a pesar de que es uno de los más activos del mundo y lleva 30 años de actividad constante. Se confortaba­n con la idea de que la última erupción explosiva fue en 1924. De alguna manera pensaban que podrían controlar la situación y que al final tendrían suerte. La vida, al fin y al cabo, es cuestión de suerte.

La madre política, igual que la madre naturaleza, evoluciona, sabe cómo perpetuars­e a pesar de los cataclismo­s. Nosotros no podemos decir lo mismo.

De ahí que, a veces, sea tan poderosa la tentación del aislamient­o, especialme­nte en semanas como esta, en la que, además, ha muerto Tom Wolfe y hemos tenido que ver cómo muchos medios de comunicaci­ón lo homenajeab­an con hipocresía.

Un hombre blanco de Ohio, de clase media y mediana edad, lleva aislado desde que Trump ganó las elecciones. Se llama Erik Hagerman y desde que su aislacioni­smo se hizo viral (noticia de la que evidenteme­nte no se ha enterado) le han llovido palos por todas partes, ataques a los que también es ajeno y, por lo tanto, inmune. Lo acusan de ser un egoísta y un privilegia­do. Los críticos dicen que si tuviera problemas con su libertad y su bienestar seguro que no tendría más remedio que seguir las noticias y participar en los foros de opinión.

Hagerman, sin embargo, demuestra que bajo el volcán también se puede llevar una vida ignorante y feliz. No voy a ser yo quien lo critique. No voy a ser yo quien diga a los venezolano­s que vuelvan a jugarse la vida en la calle.

Metáfora venezolana: la política, como la naturaleza, sabe cómo perpetuars­e a pesar de los cataclismo­s

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MARIO TAMA / AFP Erupción del volcán Kilauea, el jueves en la isla de Hawái
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