El gran Gatsby en Galapagar
La adquisición por Iglesias y Montero de un chalet a las afueras de Madrid causa preocupación en Podemos
Pablo Iglesias ha pisado una mina y de súbito parece un personaje trágico de Scott Fitzgerald. Un Jay Gatsby a punto de recibir una bala en su piscina. El líder de Podemos y su pareja, la portavoz parlamentaria Irene Montero han colisionado con los linderos de la tolerancia material, no de la opinión pública, sino de su propio partido, que se ha estremecido ante el progreso –en forma de chalet con piscina– de quien se alzó como paladín de los desheredados. La efigie de la impugnación, que los cuadros de Podemos han interiorizado como parte de un ascetismo con cierta raíz franciscana –viejo tic de las izquierdas europeas– y que se ha elevado como conciencia política de un país atribulado, luce una grieta.
La adquisición de un chalet unifamiliar en la localidad madrileña de Galapagar ha desatado chascarrillos mediáticos, pero sobre todo estupor interno. El problema no es el precio. La pareja ha suscrito una hipoteca a 30 años de 540.000 euros (que repercute en cada uno una deuda de 270.000 euros), cuando un piso de poco más de 100 metros y dos habitaciones en Malasaña se acerca a los 700.000 euros, que serían casi 800.000 en el cercano Chamberí, por no citar los distritos de Salamanca, Argüelles o Los Jerónimos. No es el dinero, no. El precio de la casa –situada en lo que en el noroeste de Madrid llaman despectivamente “la sierra pobre”, por contraste con localidades próximas como Pozuelo, Boadilla o El Escorial– es un chollo. El elemento disruptivo es el símbolo, el chalet con piscina, un bien inmueble asociado al solaz de clases acomodadas, ocupado por el aguerrido político venido del popular barrio de Vallecas.
En términos legales o éticos no parece haber motivo de escándalo, pero, en lo que de relato simbólico tiene la política, el desconcierto de algunos cuadros de la formación morada apunta que la decisión de Iglesias y Montero ha resquebrajado la imagen que Podemos tiene de su líder y de sí mismo. Hay miedo en el partido, justo cuando la formación remonta en los sondeos.
La decisión de endeudarse por décadas para que sus hijos –Montero e Iglesias serán padres al final de verano– se críen en un entorno libre de la presión que la pareja padece, una creciente obsesión de Iglesias ante el reiterado acoso de la prensa, intensificado con el embarazo, parece haber afectado a la monolítica
La primera bala contra Iglesias ha venido del alcalde de Cádiz, que jura que criará a sus hijos entre “currantes”
figura de working class hero que Iglesias había mantenido en contra incluso del criterio de los sectores más moderados del partido.
Y la primera bala ha venido del alcalde de Cádiz, José María González Kichi, miembro de la corriente anticapitalista y alérgico al riesgo político –ya en su día se negó a que Iglesias llevara a su ciudad la Asamblea de Parlamentarios por la solución política para Catalunya (al final, celebrada en Zaragoza) por miedo al efecto de la presencia de nacionalistas vascos y catalanes–, que lanzaba ayer un comunicado haciendo voto de pobreza inmobiliaria: “No quiero dejar de vivir y criar a mis hijos en un piso de currante en el barrio de La Viña”, decía el que además es pareja de la líder de Podemos Andalucía, Teresa Rodríguez. Un golpe de pecho que censura a Iglesias y Montero y que da fe del estremecimiento interno.
El novelista Scott Fizgerald fijó en El gran Gatsby, cumbre de la narrativa del siglo XX, el canon de la crudeza clasista del país de las oportunidades. El advenedizo Jay Gatsby, tras levantar una mansión colosal para reconquistar a su amada Daisy, casada con el aristocrático Tom Buchanan, es rechazado por la gente bien de Long Island, incluido su amor, y asesinado por la espalda por un don nadie, en su hermosa piscina de triunfador. El crimen de los Buchanan lo ejecuta un pobre hombre. He ahí una expresión perfecta del privilegio de clase.