O acuerdo o destrucción
El alto cargo que había almorzado con periodistas les preguntó al final de la comida si eran optimistas o pesimistas ante Catalunya. Entiéndase por optimismo, siendo el almuerzo en Madrid, un futuro de Catalunya felizmente integrada en España y entiéndase por pesimismo todo lo contrario. Las respuestas, como se puede suponer, no fueron unánimes. Pero hubo una entusiasta: existen movimientos sociales, sobre todo intelectuales, que permiten percibir una evolución del conflicto favorable a la unidad. La conversación no tiene la menor importancia informativa. Sólo la cuento como reflejo de la ansiedad con que se vuelve a seguir la cuestión catalana. Vuelve a ser el tema único. Y creo que los grandes dirigentes empiezan a necesitar dosis de optimismo como la del compañero periodista.
Pero me temo que no encontrarán muchas más, salvo que se produzca el milagro –permítanme decir que improbable– de que funcione el diálogo que Joaquim Torra le ofreció y le pidió ayer a Rajoy. Si hablan, ya es mucho, pero las posibilidades de acuerdo se contradicen con los gestos que hemos visto esta semana. Por ejemplo, la toma de posesión del president ha sido un acto nítidamente independentista. Sin paliativos. No prometió acatar la Constitución ni lealtad al Rey. Ya lo había hecho Puigdemont, pero entonces no se hablaba de construir la república y por eso no se le dio tanta importancia. Ahora creo que se teme que un radical inicie un camino de no retorno.
La ausencia de representantes del Gobierno central hace pensar que la Generalitat quiere funcionar como la administración de un Estado soberano. Es un mensaje negativo para el diálogo y, en cambio, muy potente para las bases soberanistas que reclaman ruptura y para la CUP, que exige dar por enterrada la etapa del autonomismo. De las reuniones de Rajoy con Pedro Sánchez y Albert Rivera no salió una palabra que anime la busca de consenso, sino avisos de acciones legales. Y el relato se cerró ayer con el aviso del Gobierno de “actuar” si se nombra consellers a personas que están en prisión. Es evidente que un encarcelado no puede dirigir una conselleria, pero si el president lo designa y lo publica en el DOGC, ¿cómo se anula? Será un fantástico motivo para la desobediencia.
A todo esto, ignoro cuál será el resultado de la lucha de Torra contra sí mismo y su biografía; cómo conseguirá restablecer su imagen después de que incluso prensa europea le considera supremacista, xenófobo, o lo compara con algún dictador sanguinario. Ese es, hoy por hoy, el mayor problema del nuevo gobierno catalán. El que escribe se proscribe, decía un cínico chascarrillo, y Torra se proscribió con sus escritos. Y no espere un armisticio. En la Europa de hoy se puede ser muy radical, pero no xenófobo y el gobierno espera ganar a su costa la batalla de imagen que perdió el 1-O. Para Madrid, el encauzamiento del problema catalán empieza por la destrucción de Quim Torra. Como en la película de los hermanos Marx, cada noticia que llega de Catalunya hace gritar a los guionistas: ¡más madera! Y hace ver un mal presagio para pactar.