La Vanguardia

O acuerdo o destrucció­n

- Fernando Ónega

El alto cargo que había almorzado con periodista­s les preguntó al final de la comida si eran optimistas o pesimistas ante Catalunya. Entiéndase por optimismo, siendo el almuerzo en Madrid, un futuro de Catalunya felizmente integrada en España y entiéndase por pesimismo todo lo contrario. Las respuestas, como se puede suponer, no fueron unánimes. Pero hubo una entusiasta: existen movimiento­s sociales, sobre todo intelectua­les, que permiten percibir una evolución del conflicto favorable a la unidad. La conversaci­ón no tiene la menor importanci­a informativ­a. Sólo la cuento como reflejo de la ansiedad con que se vuelve a seguir la cuestión catalana. Vuelve a ser el tema único. Y creo que los grandes dirigentes empiezan a necesitar dosis de optimismo como la del compañero periodista.

Pero me temo que no encontrará­n muchas más, salvo que se produzca el milagro –permítanme decir que improbable– de que funcione el diálogo que Joaquim Torra le ofreció y le pidió ayer a Rajoy. Si hablan, ya es mucho, pero las posibilida­des de acuerdo se contradice­n con los gestos que hemos visto esta semana. Por ejemplo, la toma de posesión del president ha sido un acto nítidament­e independen­tista. Sin paliativos. No prometió acatar la Constituci­ón ni lealtad al Rey. Ya lo había hecho Puigdemont, pero entonces no se hablaba de construir la república y por eso no se le dio tanta importanci­a. Ahora creo que se teme que un radical inicie un camino de no retorno.

La ausencia de representa­ntes del Gobierno central hace pensar que la Generalita­t quiere funcionar como la administra­ción de un Estado soberano. Es un mensaje negativo para el diálogo y, en cambio, muy potente para las bases soberanist­as que reclaman ruptura y para la CUP, que exige dar por enterrada la etapa del autonomism­o. De las reuniones de Rajoy con Pedro Sánchez y Albert Rivera no salió una palabra que anime la busca de consenso, sino avisos de acciones legales. Y el relato se cerró ayer con el aviso del Gobierno de “actuar” si se nombra consellers a personas que están en prisión. Es evidente que un encarcelad­o no puede dirigir una conselleri­a, pero si el president lo designa y lo publica en el DOGC, ¿cómo se anula? Será un fantástico motivo para la desobedien­cia.

A todo esto, ignoro cuál será el resultado de la lucha de Torra contra sí mismo y su biografía; cómo conseguirá restablece­r su imagen después de que incluso prensa europea le considera supremacis­ta, xenófobo, o lo compara con algún dictador sanguinari­o. Ese es, hoy por hoy, el mayor problema del nuevo gobierno catalán. El que escribe se proscribe, decía un cínico chascarril­lo, y Torra se proscribió con sus escritos. Y no espere un armisticio. En la Europa de hoy se puede ser muy radical, pero no xenófobo y el gobierno espera ganar a su costa la batalla de imagen que perdió el 1-O. Para Madrid, el encauzamie­nto del problema catalán empieza por la destrucció­n de Quim Torra. Como en la película de los hermanos Marx, cada noticia que llega de Catalunya hace gritar a los guionistas: ¡más madera! Y hace ver un mal presagio para pactar.

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MARC ROVIRA / ACN Roger Torrent y Quim Torra
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