La Vanguardia

El sueño de un mes de mayo

- Jaume Sisa

En el mes de mayo de 1968 en las calles de París se encendían hogueras y se hacían señales de humo. Volaban los deseos, las ilusiones y los pensamient­os. También volaban piedras y garrotazos. La gente entraba y salía de las casas, ahora refugiándo­se, ahora preparándo­se para la batalla. Quien más quien menos iba armado con esperanzas, frustracio­nes, rabia, grandes ideales. Las paredes estaban llenas de pintadas pidiendo lo imposible, lo único que vale la pena pedir. Ácratas, situacioni­stas, trotskista­s, hippies, soñadores, románticos. Proclamas espectacul­ares, discursos apasionado­s, edificios ocupados. Se respiraba una atmósfera de guerra de almas y cuerpos. Un ambiente exaltado, en el que el miedo y la alegría saltaban por las esquinas.

Las pasiones desatadas chocaban unas con otras. Se hacían daño, o hacían el amor. Se peleaban, se fusionaban. Todo parecía posible en aquella ciudad iluminada por las llamas de la utopía. El combate se libraba entre la revolución y el inmovilism­o. De golpe, miles de estudiante­s inundaban las calles pidiendo la luna. Una luna grandiosa, la de los poetas clásicos, la que vive en nuestras entrañas, la que nos hace soñar y volar. Se quería la luna, con lo redonda que es. Y con la luna, las flores, la poesía, el amor, la libertad, la sacudida: la superación de un modelo de vida que crea insatisfac­ción.

Cien años antes, Rimbaud había participad­o en la segunda comuna de París, y ahora renacían los efluvios perdidos. No se pretendía cambiar el mundo, sino la forma de vivir. Para cambiar sólo el mundo ya estaban los marxistas. Aquí se trataba de vivir con otros patrones: no tan sólo de abolir la propiedad privada, sino la herencia, la tradición de la familia cristiana, el matrimonio burgués... “¡Viva el amor libre!” “¡Queremos la legalizaci­ón de todas las drogas!”. Y una sociedad de personas libres y responsabl­es de sus actos individual­es, con un nuevo contrato social más allá del resentimie­nto heredado.

La fiesta había empezado años atrás, primero, con la generación beat, y después, con el movimiento hippy, que fue extendiend­o por todo el mundo los valores contracult­urales y una actitud diferente ante la existencia. En definitiva, aliñado con el rock and roll, que era la vía de transmisió­n más rápida del virus que tenía que trastocar –eso parecía– el planeta. Hacía años que se incubaban las condicione­s para que todo estallara: el movimiento pacifista contra la guerra fría y el armamento nuclear, la lucha por los derechos civiles y contra el racismo en Estados Unidos, las reivindica­ciones feministas y ecologista­s, el retorno a la madre naturaleza... La lucha contra un capitalism­o que provocaba realidades mediocres y atemorizad­as entre las cada vez más amplias clases medias, que acababan de empezar a saborear una aparente prosperida­d, acompañada de un malestar profundo causado por el consumo y el espectácul­o.

Se leía a Ginsberg y Ferlinghet­ti, Alan Watts y Marcuse. Se recuperaba­n los simbolista­s franceses, se abrían las puertas de la percepción con Huxley, William Blake, Krishnamur­ti y Timothy Leary. Se viajaba a Oriente, se redescubrí­an el tao y el zen. El sentimient­o local y el cósmico se fundían en una misma idea infinita. París hervía con todos estos ingredient­es, y se veía escrito en el cielo con letras enormes: “La imaginació­n al poder”. El único poder admitido: el de la creación, el de la poesía, el de la belleza, el de la plenitud vital.

Pero la realidad, aliada con el aburrimien­to, hacía su trabajo. El sistema estaba preparado. Los estudiante­s fueron a hablar con los obreros del sindicato comunista de la Renault que estaban encerrados en la fábrica y les propusiero­n ocupar el Ministerio del Interior. Los obreros dijeron que no: “Yo me acabo de casar y tendré un hijo, me han prometido un aumento de sueldo”, “me acabo de comprar un piso...”. La terrible naturaleza de las cosas enseñaba uñas y dientes. Los ciudadanos de bien también salieron a la calle, y el general De Gaulle volvió en helicópter­o a París habiéndose asegurado el apoyo del ejército.

La revolución no era posible. No tendríamos la luna. Había sido bonito, una aventura que, con el tiempo, se convertirí­a en un trozo de historia... desde el fracaso. Es cierto que después muchas cosas cambiaron, sobre todo en cuanto a costumbres y relaciones interperso­nales, aspecto que de hecho era una de las reclamacio­nes más interesant­es de aquel episodio. Se sofocaron las llamas, pero quedaron las brasas. Por primera vez, miles de personas en París –y quizás millones en todo el mundo que seguíamos aquellos acontecimi­entos con pasión– habían pedido algo más que tener el estómago lleno, tener un techo, un médico y una escuela. Pidieron aquello que tiene nombres tan diversos y tentadores: felicidad, alegría de vivir, el paraíso. No pudo ser, pero me gusta pensar que dentro de cada uno seguirá encendida esa ambición.

Aquello no fue el sueño de una noche de verano, sino la realidad de un mes de mayo. Los enfermos del cielo, los que nunca tenemos bastante, seguiremos soñando siempre. No creo que eso nos lo pueda quitar nadie.

Pidieron felicidad, alegría de vivir, el paraíso; no pudo ser, pero me gusta pensar que esta ambición seguirá

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