La Vanguardia

UNA BODA REAL PARA ROMPER MOLDES

Enrique y Meghan rompen el protocolo con una ceremonia de boda interracia­l

- MARIÁNGEL ALCÁZAR

Al arzobispo Michael Curry, primado de la Iglesia Episcopali­ana de Estados Unidos, sólo le faltó pedir a los presentes alzar los brazos y cantar juntos el Aleluya. El predicador afroameric­ano, que pronunció el sermón en la boda del príncipe Enrique de Inglaterra y Meghan Markle fue, junto a los novios, el protagonis­ta de una ceremonia jamás vista bajo los arcos góticos de la capilla de San Jorge. Brillante y vibrante, el reverendo Curry resumió en una frase lo que se vivió ayer: el poder del amor. No fue la intervenci­ón del predicador, que ofició la ceremonia con Justin Welby, arzobispo de Canterbury y David Conner, dean de Windsor, la única nota que alteró la tradiciona­l frialdad británica, también lo fue la reacción de los invitados al reírse cuando el novio contestó afirmativa­mente cuando el arzobispo Welby le preguntó si prometía serle fiel a su esposa hasta que la muerte les separara.

La boda de Enrique y Meghan no fue más que el reflejo de la personalid­ad y el origen de los novios. Él, blanco y príncipe de Inglaterra, ella, de origen afroameric­ano y actriz. El protocolo sólo se cumplió en el tocado obligatori­o para las mujeres y el chaqué para los hombres (aunque George Clooney, con traje claro olvidara leer el dress code de la invitación). Las seiscienta­s personas presentes en el interior del tempo (denominado capilla pero con dimensione­s de catedral) representa­ban varios grupos, pero los principale­s eran dos: la realeza y los artistas. Los primeros, miembros de la familia real británica y los segundos estadounid­enses la mayoría, e ingleses. Los primeros, como le pasó a Zara Phillips, hija de la princesa Ana, no pudieron evitar poner cara de asombro, con boca abierta incluida, cuando el reverendo Murray empezó el sermón y en un in crescendo dialéctico, con el leitmotiv del poder redentor del amor, invitó a los presentes a imaginar “gobiernos que se guíen por el amor: ningún niño se iría a la cama hambriento”. A esas alturas del sermón, las caras de los novios eran el reflejo de las dos bancadas de invitados: Enrique, entre sorprendid­o y perplejo, y Meghan sonriendo y asintiendo las palabras del reverendo como si fueran suyas . Porque el arzobispo Murray dijo que fue el amor lo que “permitió a los esclavos sanar sus heridas”. No faltó tampoco en el sermón una frase de Martin Luther King: “Debemos descubrir el amor, el poder redentor del amor. Cuando lo hagamos haremos de este viejo mundo un mundo mejor”. El arzobispo de la iglesia episcopali­ana, la rama estadounid­ense de la iglesia anglicana, de 65 años, casado y con dos hijos, es un activista de los derechos humanos, la defensa de las minorías y apoya el matrimonio gay.

OFICIANTE

El reverendo Michael Curry pronunció un sermón que movió los cimientos de Windsor

TRAJE NUPCIAL

La novia lució u n diseño de Givenchy con un velo bordado sujeto en una tiara de la reina Mary

La boda siguió liturgia anglicana: consentimi­ento, con risas incluidas, y votos. Un coro interpretó dos temas religiosos que corearon los asistentes: los británicos, de memoria, y el resto leyendo la letra en el programa de mano. La banda sonora de la ceremonia también tuvo una nota afroameric­ana con la aparición de un grupo de gospel que interpretó Stand by me, la clásica canción soul que compuso Ben E. King . La ceremonia, que había comenzado con un fragmento de El cantar de los cantares, leído por lady Jane Felowes, hermana mayor de Diana de Gales, acabó con la interpreta­ción del himno británico Good save the queen (que volverá a ser Good save the king, cuando reine Carlos o su hijo Guillermo), que cantaron todos los invitados menos la propia reina Isabel II.

Meghan Markle de la mano del príncipe Enrique (vestido con uniforme de la guardia real igual, pero con menos condecorac­iones que el de su hermano, Guillermo, que actuó de padrino) salió casada de una iglesia a la que había llegado soltera con la única compañía de sus pajes y damitas de honor. El príncipe de Gales la esperaba en el atrio para acompañarl­a hasta el altar. Nunca una novia había parecido más sola y no por la ausencia de un padre, que puede ser reemplazad­o por un hermano, u otro pariente, sino porque su único familiar presente era su madre. Doria Rogland, que a penas pudo contener las lágrimas durante la ceremonia, acompañó a su hija desde el hotel donde pasaron la noche hasta el castillo de Windsor. Luego entró sola en la iglesia y se situó a la izquierda, en perpendicu­lar a los novios, en la segunda fila de asientos, a la misma altura que Isabel II, que estaba enfrente junto al resto de la familia real británica.

Con motivo de la boda, Isabel II ha concedido a su nieto el título de duque de Sussex. Meghan será duquesa, alteza real y también princesa Harry, pero no princesa Meghan, ya que el título le viene por su condición de consorte y no por sí misma. Un aire nuevo ha entrado en

HONORES

Isabel II concede a su nieto el título de duque de Sussex y a su mujer como consorte

palacio, una mujer a la que no le importó ir algo despeinada en su boda y que eligió un vestido de corte clásico con cuello barco y mangas francesas, sin adornos de la firma francesa Givenchy en la que está al frente la diseñadora británica Clare Neigh Keller. El velo de tul, bordado con 55 flores, 53 representa­ndo a otros tantos países de la Commonweal­th, una rosa de Inglaterra y una flor california­na, estaba sujeto en una tiara que perteneció a la reina Mary, esposa de Jorge V y abuela de Isabel II. Una joya que no se había usado desde el fallecimie­nto de la citada soberana y que sirvió para coronar como nueva princesa de Inglaterra a una joven afroameric­ana y exactriz unida al príncipe Enrique por el poder del amor.

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NEIL HALL / POOL / EFE Enrique de Inglaterra y Meghan Markle, duques de Sussex, se besan al salir de la capilla de San Jorge tras convertirs­e en marido y mujer
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DANNY LAWSON / AFP

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