ARQUITECTURA EN TORONTO
La entrega del Nobel de la arquitectura reúne arte, espiritualidad y poderío económico en la multicultural Toronto
La entrega del premio Pritzker reúne arte, espiritualidad y poder económico.
La identidad de Toronto viene definida por su diversidad étnica y por la integración multicultural. ¿La diversidad como identidad? Parece una paradoja, pero es más que eso: es la fuerza de Toronto y es la promesa de futuro para la urbe más poblada y dinámica de Canadá. La mitad de sus 2,7 millones de habitantes no nacieron en la ciudad, donde la población de origen chino supera en número a la de ancestros ingleses e incluso a la de raíces canadienses.
Pocos lugares más adecuados, pues, para acoger la gala del premio Pritzker, que en su edición de 2018 fue entregado ayer de madrugada (hora española) al arquitecto indio Balkrishna Doshi, de 91 años muy bien llevados.
La ceremonia –otra manifestación de pluralismo– se celebró en el Museo Aga Khan, que reúne una refinada colección de arte musulmán, en presencia de anteriores laureados procedentes de varios continentes, como Frank Gehry, Kazuyo Sejima, Glenn Murcutt, Shigeru Ban o los catalanes Carme Pigem y Ramon Vilalta (RCR). La presidió Tom Pritzker, presidente de la Fundación Hyatt que otorga el galardón desde hace 40 años y una de las primeras fortunas de Chicago: la del grupo empresarial familiar encabezado por su padre, Jay Pritzker, quien puso en marcha este galardón conocido hoy como el Nobel de la arquitectura, se situaba antes de su muerte en 1999 en unos 30.000 millones de dólares. Asistieron también a la ceremonia el príncipe Amyn, hermano del Aga Khan (que patrocina el homónimo premio arquitectónico centrado en las sociedades musulmanas), directores de museos americanos, autoridades locales, patricios estadounidenses protectores de las artes y amantes de la arquitectura de diversa condición. Una mezcla de sensibilidades artísticas, espiritualidades y poderío económico. La ceremonia de entrega tuvo lugar en el auditorio del museo, diseñado por Fumihiko Maki (Pritzker en 1993), entre celosías que reproducían geometrías de inspiración árabe y un telón de terciopelo de color azul eléctrico. La audiencia reunida en la platea reflejaba las múltiples interpretaciones actuales de la etiqueta black
tie: desde el smoking hasta el uniforme negro reglamentario de tantos arquitectos, pasando por indumentarias más heterodoxas.
Martha Thorne, que dirige con discreción y buen tino el premio desde hace una docena de años, abrió el acto haciendo levantar a los premiados presentes en la sala, para que recogieran, una vez más, el aplauso del público. El australiano Glenn Murcutt, campeón de las arquitecturas adecuadas al medio ambiente, que ha ejercido como presidente del jurado en las últimas ediciones del premio y que ahora deja el cargo para llevar una vida más tranquila, con menos vuelos transoceánicos, fue el encargado de hacer la glosa de Doshi. Dijo de él que en su obra se funden las enseñanzas de la tradición india y las de sus “gurús” –así los llama Doshi– Le Corbusier y Louis Kahn, con los que colaboró.
Y dijo también que ha sabido convertir la ingenuidad en sabiduría a lo largo de su carrera de 70 años. “Cuando miro atrás –dijo Doshi poco después– veo que mi vida empezó como la de una gota de agua, que esa gota formó luego parte del rocío o de la lluvia, y que a continuación se integró en el flujo de un río que atravesó países y culturas. En este viaje vital me he dado cuenta de algunas cosas y, sobre todo, de que es siempre mejor integrar que fragmentar”.
Doshi es, ciertamente, un arquitecto apreciado en todo el mundo, pese a haber construido exclusivamente en India, sin lamentar en ningún momento no haberlo hecho en otros países, como admitió el miércoles durante una conferencia en la escuela de arquitectura de la Universidad de Toronto, cuyas 400 entradas se agotaron al minuto de haber sido puestas a disposición del público en internet.
Más allá de su componente académico, la ceremonia del Pritzker constituye una fiesta social de nivel superior: el año pasado, cuando se premió a los tres arquitectos de Olot integrados en la firma RCR, se celebró en Tokio con la asistencia del emperador y su esposa. En 2011, cuando se premió al portugués Eduardo Souto de Moura en el auditorio Mellon de Los Ángeles, contó con la presencia del entonces presidente Barack Obama y de su esposa Michelle.
Antes y después de la entrega formal, en sendos cocktails celebrados alrededor del patio central del Museo Aga Khan, un ejército de camareros servía ostras y champán a los invitados que departían de pie. En los corrillos se hablaba en inglés, francés, español, italiano y alemán. Frank Gehry mostraba fotos que guardaba en el teléfono móvil de su nueva obra, que inaugurará dentro de unos meses en la ciudad francesa de Arles, un edificio inspirado en la tela de Van Gogh La noche estrellada, cuyos brillos trata de reproducir sobre sus fachadas mediante el reflejo de la luz natural. Shigeru Ban, que viaja todas las semanas entre sus estudios de Tokio y París, protagonizaba un visto y no visto típico de los arquitectos globales que se pasan el día en los aviones: llegó a Toronto a media tarde y se fue a media cena. Y Carme Pigem y Ramon Vilalta se escabullían unos minutos hacia las salas del museo para apreciar las magníficas piezas que atesora.
Tras el primer cocktail, la entrega oficial del galardón en el auditorio y el segundo cocktail, los invitados, ya expresándose en un tono de voz superior y visiblemente más inclinados a fraternizar, tomaron asiento en las mesas previamente asignadas, bajo las carpas dispuestas en el jardín y perfectamente climatizadas para la cena, donde el festejo se prolongó hasta pasadas las diez de la noche. Fue entonces cuando los invitados abordaron los transportes que les devolvieron a sus hoteles en el centro de Toronto, “ciudad inspiradora en estos tiempos de desorden y división”, según Tom Pritzker.
A la ceremonia asistieron príncipes, mecenas de las artes y directores de museos
En el patio del museo Aga Khan un ejército de camareros sirvió ostras y champán