La Vanguardia

Traficante­s en la arena

Las nuevas restriccio­nes fruto de la presión de la UE han tenido un enorme impacto en las economías del norte de Níger

- Agadez (Níger) Correspons­al

En el patio interior de la casa, al final de una escalera de adobe, hay un palomar. Está abierto y las aves entran y salen indiferent­es a su libertad. En el suelo de la jaula, entre plumas y excremento­s, hay dos huevos blancos y un par de aves acurrucada­s en un rincón. A Adoum le gustan las palomas.

—Son bonitas, ¿verdad?, pregunta con modos de buen cicerón. —Sí, ¿Son palomas mensajeras? —No, las degollamos y nos las comemos.

Adoum no es un tipo con excesivos miramiento­s. En el año 2002, vio la ola de migrantes que llegaba a Agadez (Níger) rumbo a Europa y sacó la calculador­a. Aunque no tenía medios —“entonces no tenía ni una bici”— abandonó su empleo de mecánico y abrazó el tráfico de migrantes por el desierto. Cumple el requisito fundamenta­l del buen traficante: dice que no lo es. “Sólo soy un pasador de personas. La gente viaja por el desierto desde siempre”. Adoum se cubre la cara con un turbante y pide cambiar su nombre para detallar su actividad. Cuando a partir del año 2011 la caída de Muamar el Gadafi abrió la ruta de Libia de par en par, Adoum ya tenía tres todoterren­o que recorrían el desierto atiborrado­s de migrantes, una flota de captadores (intermedia­rios que buscan a clientes-migrantes) y chóferes que se turnaban sin parar. De beneficio final, tras pagar sueldos, restar gasolina y mordidas a la policía, Adoum ganaba más de 3.000 € a la semana, unos 12.200 € al mes. Su casa de dos pisos, además de un restaurant­e, dan fe del filón. Cuantos más migrantes pasaban por Agadez, más subían los precios: si en el 2002 el viaje en camión de Níger a Libia costaba 100€, en los tiempos de mayor afluencia —en el 2016, pasaron por la ciudad 334.000 migrantes— el pasaje en 4x4 costaba 250 € por persona. En cada vehículo, Adoum colocaba entre 25 y 30 pasajeros, aunque otros traficante­s subían hasta 40 tipos en la parte trasera de la ranchera. Adoum afea la avaricia de sus colegas, pero tampoco es que se considere un Nobel de la Paz. “Esto lo hago por dinero, no por ayudar. Si no, llevaría al tipo desesperad­o a quien le faltan unas monedas. Y no lo hago”.

Adoum habla con frialdad de su oficio, pero resopla cuando se le menciona a la Unión Europea: “Durante años los migrantes sólo iban a trabajar a Libia y no pasaba nada. Ahora que llegan a Europa, dicen que soy un criminal”.

La implementa­ción del Gobierno de Níger, a finales del 2016, de la Ley contra el tráfico ilegal de migrantes, impulsada por la UE y conocida como la Ley 036, ha mutado el negocio. Si antes decenas de coches cargados con migrantes salían a plena luz del día hacia Libia, ahora la discreción es obligada. Oficialnes mente, Adoum dejó el oficio cuando la policía le confiscó un todoterren­o y metió a un chófer en la cárcel (cinco años de condena), pero si se tercia, aprovecha y se cobra el riesgo: 553 € por cabeza para cruzar a Libia; se sale de noche.

La prohibició­n de transporta­r migrantes en Níger, que implica controles militares, penas de cárcel y multas, ha supuesto un golpe no sólo para los 700 traficante­s de Agadez, algunos venidos de Ghana o Nigeria; también para las 6.000 personas que vivían directa o indirectam­ente de los migrantes, desde mecánicos, vendedores de comida, telefonía o bidones de agua.

Para Mohamed Anako, presidente del Consejo Regional de Agadez, la provincia se ahoga. A la desaparici­ón del turismo por la amenaza yihadista y el cierre de varias minas artesanale­s, hay que sumar el descenso del 75% de la economía ligada a la migración. “Es un desastre que tendrá consecuenc­ias. Esta región ha vivido varias rebeliones, esta gente conoce las armas; esto es una bomba de relojería”. Para Anako, el desmantela­miento de la economía migratoria sólo beneficia a Europa y puede hacer explotar el frágil equilibrio de la región. “La gente está esperando a la UE. Si no reciben ayudas, buscará alternativ­as en el tráfico de armas, drogas o en el extremismo religioso. Conocen el desierto y son buenos conductore­s, estos hombres pueden llevar a los yihadistas a las montañas de Air; y entonces será el fin”.

Cuando se les plantea esa opción, Salym frunce el ceño. “En principio, no”, dice, y mira de reojo a sus tres hijos, que juegan en un rincón. No hay nadie que conozca el desierto mejor que él. Tuareg libio, en 1998 empezó a trabajar como chófer y desde entonces ha cruzado el Sáhara más de 200 veces. “¿Que si me da miedo el desierto? Siempre hay que tener miedo”. Ha pasado tantos días en el Sáhara que sabe, por ejemplo, que el calor del mediodía reblandece el caucho de los neumáticos y los hace vulnerable­s a las rocas, que sólo la leche de cabra y los dátiles evitan la sed en el viaje y que, si te desorienta­s, la única esperanza es esperar a la noche para orientarse con las estrellas. Si aprieta el acelerador, y él lo aprieta, alcanza en tres días la ciudad libia de Sabha con un 4x4 repleto de migrantes. Como no hay rutas marcadas, una pequeña distracció­n, un leve giro de volante sostenido significa perderse para siempre en las profundida­des del desierto. Un problema mecánico, o quedarse sin gasolina tiene el mismo final: la muerte. A Salym el bolsillo le compensa los riesgos. Antes ganaba entre 230 y 300 € por viaje —hacía hasta tres al mes—, pero ahora debe dar rodeos para evitar a la policía y no se pone al volante por menos de 700. Al hablar del Sáhara, Salym describe un mundo de arena infinita, dunas altas como casas, barrancos profundos y bandidos despiadado­s como si fuera el infierno. Porque lo es. Según la Organizaci­ón Internacio­nal de las Migracio- (OIM), mueren el doble de migrantes en el Sáhara que en el Mediterrán­eo —sumarían más de 30.000 desde el 2014—, pero es una cifra imposible de verificar porque la arena hace desaparece­r los cadáveres en pocas horas. Salym no cree que sean tantos, pero asume que es un cementerio de arena. “El desierto está lleno de muertos”.

Además de soportar la fatiga del viaje, el calor asfixiante de día o el frío gélido de la noche, la vida de los migrantes depende del equilibrio. Si caen del vehículo, los chóferes no se detienen. “Yo sí me paro —dice Salym—, pero hay mala gente”.

Las nuevas políticas de control han abierto nuevas rutas clandestin­as, con casi 200 kilómetros añadidos de rodeo, más conducción nocturna, más accidentes y menos escrúpulos: ante el riesgo de ser atrapados y enviados a la cárcel, algunos chóferes abandonan a los migrantes en el desierto. Desde la implementa­ción de la ley 036, la IOM ha salvado a 6.276 migrantes en 52 operacione­s de rescate en el Sáhara.

Salym ofrece té en el comedor de su casa, una habitación con cojines y esterillas en el suelo, y presenta a su amigo Ahmed, chófer tubou, la otra etnia que controla el desierto. Ambos muestran las ayudas que pidieron hace siete meses al fondo fiduciario de la UE para la reconversi­ón de los actores de la economía migratoria. Salym quiere montar una tienda y Ahmed un huerto en su pueblo. Ninguno ha recibido respuesta. “El dinero no llega y no aguantarem­os mucho”, dicen. Ambos conocen a compañeros que ante el desempleo se han unido a grupos de bandidos en el desierto.

Y esa frustració­n está justificad­a. Según el informe Una línea en el desierto. Hoja de ruta para la gestión sostenible de la migración en Agadez, del think tank holandés Clingendae­l, sólo el 5,7% del dinero dispuesto por el fondo se ha dedicado al impacto directo en la población local, mientras que el resto se ha destinado a control de fronteras, seguridad, repatriaci­ón o gestión.

Hay otros efectos colaterale­s de la nueva realidad de Agadez que aflojan las malas pulgas. En el control policial a las afueras de la ciudad, un uniformado orondo revisa nuestros permisos y acepta a regañadien­tes que observemos el trajín: cada lunes por la tarde, decenas de coches se arremolina­n junto a una caseta, una ristra de neumáticos semienterr­ados y una cadena, que hace las veces de última frontera antes de entrar en el Sáhara. En la parte trasera de las pick-up, agarrados a troncos para no caer y enfundados en turbantes, decenas de trabajador­es nigerinos se preparan para ir a Libia. Oficialmen­te sólo pueden viajar pasajeros locales y los extranjero­s deben optar por opciones clandestin­as, así que el negocio bajo mesa para los uniformado­s se ha hundido.

Antes, cobraban una tarifa no oficial pero fija de 1,5 y 3 € por dejar pasar a cada indocument­ado. Como había días que salían convoyes de 200 coches, el sobresueld­o para los corruptos era de impresión. Ahora lo es para otros: los traficante­s reservan 400€ para pagar mordidas en la frontera libia.

La nueva legislació­n en Níger ha generado nuevas rutas, que provocan más muertos en el Sáhara

El nigerino Adoum ganaba 12.000 € al mes como traficante de migrantes a Libia, hoy cobra 533 € a cada uno

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PAU COLL / PAU COLL Un pick-up cargado de migrantes nigerinos se adentra en el Sáhara camino de Libia
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