78 horas de política
De todos los momentos de la historia del catalanismo, el president Torra ha meditado reiteradamente sobre la incierta gloria vivida durante esos días de abril de 1931. Durante años recopiló material para un libro –Quatre dies d’independència, este debía ser el título– y lo reconstruyó en un largo artículo, muy bueno, que la Revista de Catalunya publicó en el 2011. No sé si lo han leído los que han dado con el arsenal de metralla esencialista en el Dossier Torra. Fueron unas horas de intenso fervor –y mucha política, decisiones, llamadas telefónicas, negociaciones–. Son las 78 horas que, entre Barcelona y Madrid, transcurrieron desde el mediodía del martes día 14 hasta las diez de la noche del viernes 17.
Esta breve e intensa parábola temporal, tal como él la trazó, empezó con un gesto de autoridad unilateral de Francesc Macià. El excoronel separatista e impulsor del Estat Català, tras unos años en el exilio, había conquistado un gran valor simbólico entre parte de la ciudadanía catalana que se supo transformar en capital político llegado el momento de las elecciones. Era el líder de Esquerra Republicana de Catalunya, el conglomerado de partidos y plataformas recién nacido y que había ganado las elecciones municipales celebradas dos días antes. El día 14 de abril, para corregir la proclamación de la República declarada a media mañana por su compañero de partido Lluís Companys (“teníamos que esperar”, dicen que Macià decía minutos antes, “teníamos que esperar”), Macià salió al balcón del Ayuntamiento de Barcelona y redobló la apuesta proclamando sin épica la República Catalana. Había arriesgado porque entendía que estaba en una ventana de oportunidad antes de que se resolviera la crisis de régimen. “Macià pone brutalmente Catalunya de cara para resolver su destino”, afirmaba Torra en el 2011.
Formulo una hipótesis. Diría que es este instante con el que fantasean los propagandistas del entorno de Puigdemont –el presidente que, toreando la represión, ha apostado estratégicamente por la destrucción creativa (si hace falta, incluso de la Generalitat)–. Nos puede quedar un año de tensión gestionada con afán perturbador: generar tanta inestabilidad como se pueda para degradar tantas estructuras del Estado español como sea posible. ¿Objetivo? Poner en crisis un régimen que no se ha sabido regenerar. ¿Coste asumible? La parálisis política de Catalunya y hacer aún más frágil la herida cohesión interna de la sociedad catalana. ¿Horizonte? 26 de mayo del 2019. Elecciones municipales. Otra vez la fantasía mítica de la insurrección institucional que reforzarían los escenarios gandhianos, definidos con esta expresión por un Torra que los echó de menos con posterioridad al 1 de octubre.
14 de abril del 31. Después de aquella proclamación, Macià cruza la plaza Sant Jaume y se instala en el Palau de la Diputació. Se redacta una nueva declaración. Se constituye una guardia de honor, donde está Josep Tarradellas, que velará a lo largo de la noche al presidente. Durante el día 15 hará mucha política –nombramientos, visitas, entrevistas, telegramas... –a la vez que desde Madrid se dice que la política de Catalunya puede poner en riesgo el proceso de democratización que se acaba de poner en marcha para toda España. Por la mañana del día 16 llega en tren a Madrid el conseller Carrasco i Formiguera, que hacía ocho meses había sido uno de los firmantes del pacto de San Sebastián con representantes de la oposición republicana española. Su misión, avalada por un telefonema de Macià dirigido al presidente de la República Alcalá Zamora, es ultimar las negociaciones con el gobierno federal español.
Al acuerdo se llegará oficialmente al día siguiente en Barcelona: la parábola rupturista se cerraba con un pacto fundacional que tenía la virtud de estabilizar una situación crítica. Poco antes de las 10 de la noche el president Macià entregó a los periodistas una nota oficiosa que informaba del acuerdo suscrito entre los ministros del Gobierno Provisional de la República y los miembros del Consejo de Gobierno de la República en Catalunya. Se había liquidado un régimen, de entrada, y después se dio con la fórmula a fin de que el republicanismo catalanista pudiera institucionalizar un poder político catalán autónomo dentro del marco de la nueva República española naciente. Se redactaría un Estatut y se restablecería “la gloriosa tradición” de la Generalitat de Catalunya.
En su día Gaziel, que siempre había juzgado al viejo político con soberbia ilustrada, tuvo que rectificar. “En el momento en que él, en bien de todos, sacrifica noblemente la parte más frágil de su ideal, que era la extremista, para conseguir el triunfo de la parte más sustanciosa [...] se me aparece ahora como una potencia sentimental extraordinaria”. El maximalista Macià asumió que, para ganar, debía actuar con pragmatismo. Fue un final, ciertamente, que el ideólogo Torra juzgó como un fracaso. “La suya es la historia bellísima de un fracaso”, concluía al final del artículo, “de nuestro fracaso”. ¿Hasta qué punto aquella interpretación del episodio debe haber interpelado al president durante los últimos días?
Esta breve e intensa parábola temporal empezó con un gesto de autoridad unilateral de Francesc Macià