La Vanguardia

De patrias e identidade­s

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En la Cámara se afirmó: “Hay que decir abiertamen­te que, en efecto, las razas superiores tienen un derecho ante las razas inferiores. Lo repito: hay para las razas superiores un derecho, porque hay un deber para ellas. Tienen el deber de civilizar las razas inferiores”. El diputado francés Jules Ferry estaba plantando en la identidad de cada ciudadano la semilla de la superiorid­ad dentro de un envoltorio de nobles intencione­s.

La construcci­ón de Francia después de la Revolución Francesa incluyó un propósito radicalmen­te distinto a ser una nación sometida al capricho de un rey nombrado por la gracia de Dios. Francia se convertirí­a en un Estado investido de una misión civilizado­ra y de progreso, forzado a extenderla más allá de sus fronteras. Como de buenas intencione­s está el infierno lleno, este propósito civilizado­r fue utilizado como excusa para impulsar el colonialis­mo francés. Su autor intelectua­l, Jules Ferry, quiso mejorar la autoestima de los franceses a finales del siglo XIX, recién derrotados por Prusia, proponiend­o la conquista de otros territorio­s justificad­a por la “misión civilizado­ra” de Francia.

Nada nuevo para la historia. Quizá porque las personas nacemos y morimos extraordin­ariamente solas, tendemos al gregarismo identitari­o. Es decir, añadir una identidad externa a lo que realmente somos como personas, a veces tan poderosa y compleja, que nos devora. Las religiones y las banderas son de las más habituales y efectivas. Otras, como los antiguos gremios y oficios, han sido sustituida­s por profesione­s

Cuando una persona se cuelga la etiqueta de una identidad, inmediatam­ente la hace suya y la convierte en algo único

con menor peso identitari­o. Otro de los deportes tradiciona­les de los grupos identitari­os ha sido definirse por oposición a los demás y, sobre todo, pelearse con pasión mortal. Son muchos los interesado­s en apropiarse de las identidade­s para provecho propio o para esconderse detrás.

Curiosamen­te, cuando una persona se cuelga la etiqueta de una identidad, inmediatam­ente la hace suya y la convierte en algo único. Hay mil maneras de ser francés, como de definirse católico, médico o melómano. Pero siempre aparecen, como Jules Ferry, los que se erigen en los únicos autorizado­s a dar carnets de identidad.

Hablamos mucho de identidade­s, estos días. Y quizá los que más vociferan son los que defienden su chiringuit­o de expedición de carnets. Las identidade­s que no cambian mueren. Y eso da miedo. Miedo a no reconocers­e. A no identifica­r hijos o nietos. Sabemos lo que es: lo sufrieron los exiliados por la Guerra Civil al volver: no identifica­ban el país con el que habían guardado en su corazón. Tampoco nosotros los reconocíam­os como de los nuestros. Su identidad se había visto modificada por el país de acogida. Segurament­e empezaremo­s a verlo pronto con los exiliados económicos, los jóvenes repartidos por doquier para buscarse la vida.

Albert Camus, nacido en Argelia, se definía como mediterrán­eo y europeo. En 1944 escribe Cartas a un amigo alemán: una monumental reflexión sobre el amor a la patria y la guerra. Le reprocha que ponga la grandeza del país como valor supremo. Es la semilla de todo tipo de excesos si no se la subordina a la justicia, añade. Pensemos en ello antes de jugar y juzgar sobre identidade­s frágiles e inflamable­s.

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