Un militar y un sastre
Ante la fiesta de Pentecostés, de la venida del Espíritu Santo, que celebramos hoy, he recordado unas páginas del libro de entrevistas del periodista Vittorio Messori a san Juan Pablo II, titulado Atravesando el dintel de la esperanza. En ellas, el Papa cuenta cómo adquirió una devoción más intensa al Espíritu Santo. Y cita a dos personas que influyeron mucho en su vida espiritual y en su vocación al sacerdocio: su padre y un laico llamado Jan Tyranowski.
Su padre era militar del ejército austrohúngaro. Un hombre de convicciones cristianas. “Un día –recordaba el papa Wojtyla– mi padre me dio un libro de plegarias en el que había una dedicada al Espíritu Santo. Me dijo que la recitara cada día. Así trato de hacerlo desde aquel día. Entonces comprendí por primera vez el significado de aquellas palabras de Cristo a la samaritana sobre los verdaderos adoradores de Dios, es decir, aquellos que le adoran en espíritu y verdad”.
Juan Pablo II añade a este relato de sus primeras experiencias espirituales su admiración por una persona que era sastre de profesión: “Antes de entrar en el seminario, encontré a un laico, Jan Tyranowski, que era un verdadero místico. Le considero un santo. Me introdujo en los místicos españoles, sobre todo en san Juan de la Cruz”.
Pienso que el hecho de que un padre de familia militar y un sastre tuvieran esta influencia decisiva en la vida de un santo, es una muestra de que el Espíritu Santo sopla donde quiere.
Sería innumerable la lista que cabría hacer de gente sencilla que tuvo el don del Espíritu Santo, desde aquellos ancianos Simeón y Ana que acogieron a Jesús niño en el templo de Jerusalén hasta los videntes pastorcillos de Fátima y la hija de un molinero de Lourdes, pasando por Francisca Javiera del Valle, costurera de un pueblo de Palencia que, sin haber efectuado estudios, escribió un Decenario al Espíritu Santo que ha sido utilizado durante generaciones.
En ellos se cumple la profecía de Joel: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne. Profetizarán vuestros hijos e hijas, vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones. También sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu aquel día”.
Dentro de un mes, el papa Francisco acudirá a Ginebra para asistir al 70.º aniversario de la fundación del Consejo Mundial de las Iglesias. Seguirá en la ciudad suiza las huellas de sus predecesores los papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. El camino ecuménico es muy consciente de que la esperada unidad cristiana no será producto de nuestro esfuerzo, sino un don que viene de lo alto, del Espíritu al que pedimos “llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor”.
Es un don que la humanidad necesita para hacer frente a sus temores y conflictos. Hay una secuencia que se lee en las iglesias tal día como hoy que dice en uno de sus párrafos: “Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos”.
Sería innumerable la lista que cabría hacer de gente sencilla que tuvo el don del Espíritu Santo