La Vanguardia

Como todos

- Xavier Aldekoa

El primer día juraban que no habían visto nada. El tercero, decían que lo habían hecho los demás. El cuarto, después de jugar un partido de fútbol, admitían que habían violado y asesinado, claro. Como todos.

Kasigwa tenía maneras de delantero. Aunque el suelo del centro de reintegrac­ión de niños soldado de Goma, en la República Democrátic­a del Congo, estaba lleno de piedras a él no le importaba. Corría, sorteaba patadas criminales y luchaba con una rabia oscura. “Si me enfado, me entran ganas de matar al otro niño”.

El día que le conocí, Kasigwa no me dijo ni una verdad. Fue su cuidador quien describió la herida. Kasigwa había sido secuestrad­o a los 11 años por un grupo rebelde durante más de 25 meses y obligado a ser un soldado sin corazón. En aquel patio pedregoso había una treintena de niños de entre 8 y 16 años con un pasado similar. Al ser secuestrad­os, las palizas y el sueño —no les dejaban nunca dormir dos horas seguidas— se convertían en rutina. Las instruccio­nes tampoco variaban demasiado. Cuando emboscaban un vehículo, robaban a los pasajeros y hacían bajar a las mujeres. Las violaban allí mismo. “A veces lo hacíamos porque nos empujaba el corazón; otras para burlarnos de ellas”. Cuando llegaban a una aldea, debían robar. También matar a quien tratara de impedirlo. A Kasigwa se le había quedado grabado el encuentro con un anciano. Había matado antes con su AK47 —“si tenía miedo, disparaba”—, pero con aquel abuelo fue diferente. “Fue un cabezota. Le dije que si no me daba el dinero le mataría y no quiso escuchar”. Lo asesinó a golpes de culata.

Después de aquello, dice Kasigwa, decidió huir. Aterrado ante la posibilida­d de que su grupo rebelde le atrapara, escapó a la ciudad y se acogió a un programa de reintegrac­ión a cambio

El día que le conocí, Kasigwa no me dijo ni una verdad; fue su cuidador quien describió la herida

de entregar su arma.

Kasigwa aún era un niño y había aprendido a mentir como un adulto. Sin bajar la vista, clavaba una mirada dócil y juraba que él jamás. Los demás sí pero él jamás. Así pasaron tres días. Al cuarto, aparecí en el patio con una pelota de fútbol debajo del brazo y todos los chavales se pusieron a saltar. Se formó una pachanga tremenda y Kasigwa se afiló las sandalias. Nos tocó en el mismo equipo. Él no era de los más altos pero no se amilanó. Sacando codos, resoplaba detrás de cada balón y aullaba como un loco tras cada gol. Aquella tarde, tras el partido, Kasigwa me contó lo de sus violacione­s, sus pillajes y cómo mató a golpes a aquel anciano. También se desahogó: su grupo rebelde había aceptado su marcha, pero reclamaba a su familia el coste del arma que él se había llevado, unos 100 dólares. La cifra era inaccesibl­e para ellos, así que su padre le había pedido a Kasigwa que no regresara. No podría volver a casa jamás. Cuando lo explicaba, Kasigwa lloraba como un niño.

Como todos.

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