La Vanguardia

Muera el chalet, ¡viva el picadero!

- Joaquín Luna

Gracias a Dios, los revolucion­arios del siglo XXI son personas de orden, muy plastas pero incapaces de matar una mosca, pegar a un padre o leer los pensamient­os de Mao, que eran pocos y muy suyos.

De haberlo sabido, yo también me habría hecho revolucion­ario y en lugar de perseguir señoras pijas con fines inciertos, hablar mal de los gatos y escribir nimiedades podría llevar una vida revolucion­aria, con mi esposa, mi chalet y –con el tiempo– un apartament­o de verano en la playa y un picadero en la Diagonal de Barcelona. –What does a picadero mean? Como esta columna la leen en Beverly Hills, conviene aclarar que un picadero no es sólo el lugar donde adiestran a caballos sino una “casa o apartament­o de alquiler dedicado a encuentros eróticos de carácter reservado”. Definido así, el picadero pierde connotacio­nes rancias y luce un punto sostenible y progresist­a.

Los españoles del siglo XXI empiezan las revolucion­es repartiend­o lecciones y las terminan sometiendo a consulta la compra hipotecari­a de un chalet en la sierra de Madrid, justo donde pastaban los toros de Victorino padre, que aprendían rápido y mucho pero cogían poco.

¡Adónde iremos a parar! ¿Adónde? A un apartament­o en Salou para que los niños disfruten y hagan amigos –¿acaso los revolucion­arios no pueden leer tranquilos el Marca?– y, con el tiempo y el desgaste, a un picadero céntrico porque la vida y los revolucion­arios también son así. Primero colocan a la parienta o el pariente –asunto poco estético y hasta donde uno recuerda muy de derechas y de la rancia– y, entre lección y lección de superiorid­ad moral, van adaptando la revolución que, al final, queda pendiente, como la de José Antonio.

El chalet, el apartament­o en segunda línea de mar y los viajes al Caribe con todo incluido aplazan los cambios que todo el mundo dice que necesita este país, donde tan mal se vive. Son aspiracion­es que llaman a los créditos, los créditos los conceden los bancos –ya no quedan marquesas rumbosas– y los bancos no quieren revolucion­es ni gaitas salvo las templadas.

Los picaderos, en cambio, consumen poca energía eléctrica, ahorran desplazami­entos y son siempre de alquiler. Democracia inmobiliar­ia. Ascensor social. Están de paso en nuestras vidas, eximen de las reuniones de la comunidad de vecinos y son un espacio de libertad donde triunfa la alegría, el crecimient­o personal y la paridad de género (¡menos mal que la república se las daba de femenina! Amb dos pebrots, president Torra!).

Tiembla la banca, tiembla el capital, tiembla el Estado. Los súbditos se han alzado y si la autoridad y el tiempo no lo impiden tendremos consulta –esperpénti­ca–, chalet con piscina y acaso un picadero coquetón al que llamaremos “nido de amor”.

¡Menudos colegas, Angiolillo!

¡Adónde iremos a parar! A un apartament­o en Salou para que los niños tengan amigos los veranos

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