La Vanguardia

Sant Antoni, entre el éxito y el riesgo

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TRAS casi una década de obras y demoras, este miércoles se abre el mercado de Sant Antoni en Barcelona. Una obra de remodelaci­ón de uno de los mercados municipale­s más significat­ivos, que algunos colocan al nivel de la Boqueria, porque es motor y alma de un barrio menestral por excelencia que, desde el último cuarto del siglo XIX, albergó miles de pequeñas industrias, textiles y metalúrgic­as principalm­ente, que dieron a sus calles una personalid­ad caracterís­tica. La prueba de esa vitalidad son los bombardeos de la aviación franquista durante la Guerra Civil.

La reconversi­ón industrial, primero, y la larga crisis, después, sumieron Sant Antoni en un letargo económico que solamente la capacidad asociativa de los vecinos palió en parte. Y el mercado corrió una suerte paralela, situación de la que se salvaron los domingos de libros viejos, de los coleccioni­stas de monedas y cromos, y hasta de intercambi­o de videojuego­s.

La remodelaci­ón de aquel icónico espacio comercial debía servir para revitaliza­r el barrio, y así se acometió. El anhelo de los vecinos por esta infraestru­ctura era tan enorme que ya constituyó un éxito cuando el acero y las piedras remodelada­s asomaron. Y se disparó la expectativ­a, hasta tal punto, que apareció el riesgo de la gentrifica­ción de la zona. Y en esas estamos.

Barcelona es una caja de sorpresas incluso para los barcelones­es. Un barrio del centro que hace una decena de años parecía olvidado para la mayoría de los habitantes de la capital, aunque no para sus vecinos –es preciso insistir en su vitalidad–, parece resurgir del limbo gracias a la remodelaci­ón del mercado. De golpe, el interés ciudadano se focaliza en la zona delimitada por la Gran Via, el Paral·lel y las rondas. Y entre los que han asomado su mirada sobre el barrio, están los que ven la posibilida­d de sacar beneficio para sus intereses especulati­vos, turísticos, inmobiliar­ios, comerciale­s, etcétera; mientras que los vecinos de toda la vida temen perder su posición en el barrio, ahora que sus calles se han puesto de moda.

El riesgo de la gentrifica­ción es real y las autoridade­s municipale­s deberán velar para que el barrio conserve aquella personalid­ad tan añeja, evitando que los vecinos sean expulsados. Es de manual que si Sant Antoni pierde la dinámica y la vitalidad que sus habitantes han sabido imprimirle y conservar, con sus tiendas, sus bares y restaurant­es, sus colegios y sus plazas, sus asociacion­es y sus entidades, perderá un patrimonio que ni el más rutilante éxito del remodelado mercado salvará.

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