En calcetines, en el balcón
Cuando pienso en Philip Roth me acuerdo de sus calcetines verdes. Nunca un escritor me había recibido descalzo, y así me abrió él la puerta de su apartamento de Manhattan, a mediados del 2010, y ni siquiera se calzó cuando salimos al balcón a admirar los rascacielos y todo ese mundo urbano de seres neuróticos que se movían como hormiguitas frenéticas y que parecía, desde allí arriba, que él hubiera creado, mientras escuchaba un cuarteto de Brahms.
Ayer no paré de recibir, desde poco después de las seis de la mañana, constantes mensajes de WhatsApp de amigos que han leído/amado a Philip Roth y que expresaban su dolor, como si se les hubiera muerto un amigo cercano. No es frecuente que un escritor sea tan amado, y eso es porque a todos les descubrió algo importante e intenso que tenía que ver con ellos. Me conmovieron especialmente –suelo creer que a nadie le importan estas cosas– las quejas por que no hubiera recibido el premio Nobel (no voy a reproducir los exabruptos contra los académicos suecos, que prefirieron a Bob Dylan). Personalmente, creo que se lo merecía, como tantos otros (DeLillo, Cartarescu...), pero que la dinámica de un nominado anual, con una cierta alternancia de países y lenguas, dificultó sobremanera su elección, así como la legítima voluntad en los últimos años de la Academia Sueca de ejercer de contrapunto del canon estadounidense. Las muchas obras maestras de Roth (El mal de Portnoy, La mancha humana, Pastoral americana, Me casé con un comunista...) justificarían el premio, a pesar de –a mi juicio– varios pinchazos en su producción más reciente, como La conjura contra América o La humillación.
No pude evitar preguntarle a Roth por alguno de los chismes que se contaban sobre él. Y él, elegante, me respondió en general: “No consigo entender por qué, pero eso existe: hay mujeres jóvenes que se sienten muy atraídas por hombres mayores”, aunque también tenía claro que en ocasiones “los desplantes de una amante joven te pueden hundir en la depresión. Coquetear con un hombre mayor puede ser una forma perfecta de humillarlo. El amor y la lujuria son tan maravillosos como peligrosos, pues su naturaleza es obsesiva y restrictiva”. El que fue novio de Jacqueline Kennedy, Mia Farrow o la actriz Claire Bloom tenía, como todo conquistador, una visión triste de las relaciones sentimentales, como si necesariamente
Sus obras maestras justificarían un Nobel, pero eso sucede con otros muchos autores
Gran conquistador, creía que las relaciones sentimentales son el preludio de una catástrofe
debieran concluir en catástrofes.
En aquella primavera de hace ocho años, Roth estaba a punto de publicar la que iba a ser su última novela, Némesis, ambientada en la comunidad judía de Newark, afectada por una gran epidemia de polio. Desde el sofá donde nos sentamos se veía su dormitorio, porque la puerta corredera estaba abierta: la cama estaba impecablemente hecha, todo aparecía muy ordenado, como en un hotel, con una decoración minimalista en blanco y negro, parecida a los pisos de García Márquez en medio mundo. Guardaba todos sus libros y objetos personales, me dijo, en su casa de campo en Connecticut, donde vivía los meses calurosos del año. Su cocina era americana, y había varias teteras en los fogones, junto a unos cacharros usados. En la pared, un gran plano de Newark –su ciudad– del año 1933, el de su nacimiento. En los estantes, dos fotos de gran valor sentimental: Roth cuando era soldado del ejército estadounidense (“estuve un año”), y de niño, abrazado por su padre, sonriente, durante unas vacaciones de verano.
Estoy seguro que, desde su balcón, Philip Roth podía leer las mentes de los neoyorquinos que pasaban por la calle, adivinar sus perversiones sexuales, sus contradicciones, darse cuenta de que se estaban haciendo viejos... Desde donde esté, espero que siga observándonos.