La Vanguardia

Las manos cortadas

- Ignacio Martínez de Pisón

Cuando un país del África subsaharia­na sale en los periódicos, no suele ser por una buena noticia. Estos días se habla de la República Democrátic­a de Congo y la razón es el enésimo brote de ébola, una enfermedad que precisamen­te lleva el nombre de un río congoleño porque fue allí donde surgió hace más de cuarenta años. Plagas, matanzas, desastres naturales: así son las noticias que nos llegan de esa parte del planeta. En mi infancia, decir Congo era decir África, porque no creo que tuviéramos mucha informació­n sobre otros países de la zona. No al menos en mi familia, en la que había una tía monja que se había ido allí de misionera. Era hermana de mi abuela materna. Marchó a mediados de los años cincuenta a lo que todavía era el Congo Belga, pasó la década de los sesenta en lo que entonces se conocía como Congo-Kinshasa y regresó a España en los setenta cuando el país se había rebautizad­o como Zaire, que fue la denominaci­ón oficial del país hasta hace un par de décadas. De todos esos cambios de nombre mis hermanos y yo nos enterábamo­s por los sellos de las cartas, que mi abuela nos guardaba. Pero en nuestra relación con ese país había cierto décalage: seguíamos hablando del Congo Belga cuando ya era Congo-Kinshasa y empezamos a decir Congo-Kinshasa cuando ya se llamaba Zaire...

Por supuesto, en esa pequeña familiarid­ad con el país influyó también Tintín, que lo visitó en una de sus primeras aventuras. En mi niñez leí no pocas veces Tintín en el Congo y jamás se me pasó por la cabeza que esas páginas fueran sospechosa­s de racismo. Más bien al contrario: el retrato que Hergé ofrecía de los congoleños (buenos pero perezosos y primitivos) encajaba a la perfección con el sentir general de aquella piadosa España de postulacio­nes para el Domund. Tendrían que pasar unos cuantos años para que el libro fuera abiertamen­te tachado de racista: lo que en los años sesenta parecía bienintenc­ionado paternalis­mo pasó, en los noventa, a ser considerad­o simple supremacis­mo. Que en la actual República Democrátic­a de Congo se haya generado en torno a Tintín una pequeña industria de camisetas y souvenirs para turistas no invalida la argumentac­ión: al fin y al cabo, no hay tantos libros célebres que lleven la palabra Congo en el título.

En 1931, cuando se publicó la primera versión de las aventuras congoleñas de Tintín, el país era una colonia de Bélgica: de ahí que el también belga Hergé lo eligiera como destino para su personaje. Hasta 1908 había sido una propiedad particular de Leopoldo II, rey de los belgas. Durante los veintitrés años de existencia de ese Estado artificial, sesenta y seis veces más extenso que la propia Bélgica, Leopoldo II fue monarca constituci­onal en Europa y soberano totalitari­o en África. Todo en el llamado Estado Independie­nte del Congo era suyo: sus montañas, sus selvas, sus ríos, sus pobladores. Por supuesto, también sus abundantes riquezas en caucho y marfil, que Leopoldo II esquilmó con esmero. Bajo la atenta vigilancia de la brutal Force Publique, cuyos métodos prefigurab­an los del Tercer Reich, el país se convirtió en un inmenso campo de trabajos forzados, y todos sus habitantes pasaron a trabajar para las empresas del monarca en condicione­s de esclavitud.

Lo más curioso es que uno de los pretextos para dominar el territorio había sido precisamen­te la lucha contra la trata de esclavos. Leopoldo II se presentaba ante Occidente como un filántropo que, además de llevar la civilizaci­ón hasta el último rincón del planeta y facilitar el progreso científico, buscaba acabar con la esclavitud. Sin embargo, cuanto más enérgicame­nte clamaba contra el esclavismo en Europa, más lo practicaba en África. Si alguna vez llegaban noticias de lo que de verdad estaba ocurriendo, una cohorte de propagandi­stas a sueldo se ocupaban de neutraliza­rlas. El de Congo fue uno de los mayores genocidios, también uno de los menos conocidos. Los asesinatos de porteadore­s a manos de la Force Publique eran constantes, y para llevar la cuenta de los muertos se les cortaba la mano derecha. Se calcula que, entre las víctimas de asesinato, hambruna, enfermedad­es y malos tratos, la cifra de muertes se acerca a los diez millones, más o menos la mitad de la población. Tal como cuenta Adam Hochschild en El fantasma del rey Leopoldo, la opinión pública europea no empezó a reaccionar hasta que en 1895 fue asesinado un comerciant­e irlandés. ¿Cuántos miles de negros habían muerto antes que ese blanco? Cuando todo aquel horror fue finalmente conocido, Leopoldo II se desvinculó del asunto vendiendo Congo al Estado belga. Que este suavizara las condicione­s de vida de los congoleños ayuda a explicar la actitud de los belgas: un paternalis­mo exento de toda responsabi­lidad, al estilo de Hergé. Luego ocurrió que Bélgica fue invadida por Alemania y esas matanzas en el corazón de África pasaron directamen­te al olvido: no hay nada como convertirs­e en víctima para desentende­rse de las propias víctimas.

Al conocerse el genocidio, Leopoldo II se desvinculó del asunto vendiendo Congo al Estado belga

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