Memorias de la salvadora de Central Park
Elizabeth Barlow Rogers recuerda en ‘Saving Central Park’ que, no hace tanto, la seña de identidad de un Nueva York en bancarrota estuvo en coma. Ella lideró el equipo que lo rescató del abandono
Un invitado especial, por raramente inusual, ha protagonizado la temporada de avistamiento de pájaros en Central Park.
La búsqueda de esta poco frecuente curruca ha sido noticia, sobre todo a mediados de este mayo, cumbre en el calendario de la ornitología urbana.
Había que ver, de buena mañana, el frenesí silencioso de las procesiones de bird-watchers ,en solitario o en grupo, cargando sus prismáticos. No se oía ni una voz, a la espera de escuchar cantar a la llamada reinita de Kirtland y descubrirla en alguna rama.
Los que lograron fotografiarla la exhiben como un tesoro.
El pasado domingo, Elizabeth Barlow Rogers accedió como casi todos las jornadas desde hace décadas por el lado oeste de la calle 81 de Manhattan. Era temprano, en un amanecer gris y humedo.
Vestía como cualquier otro de los miles de atletas que se prodigan en este paraje. A diferencia de estos, llevaba colgando sus binoculares. Por si acaso, no sea que surja por sorpresa la tonada de la reinita de Kirtland. Ella también es observadora de aves.
Su pasos se encaminaron al lago por una senda de The Ramble, la zona más frondosa –doce hectáreas– y selvática del gran jardín de Manhattan, refugio de los alados para tomar un respiro en su migración. Están como en casa.
Eligió el llamado Chambers Landing, un recoveco junto a la orilla, oculto al tráfico de paseantes, para mantener esta conversación. Un pequeño rectángulo de piedra, con rocas que guardan los trazos de las voladuras de dinamita, un par de bancos rústicos de madera –todo restaurado gracias al matrimonio Chambers–, trinos de pájaros, patos y carpas gigantes brincando en el agua.
De lo más bucólico que se puede hallar en la jungla del asfalto.
“¡Claro que me gusta sentarme aquí! Vengo muy a menudo, forma parte de mi caminata. Es un buen lugar para meditar, pero no soy de las que dicen ‘este es el sitio que más me gusta’. Lo que más me fascina es el sistema de circulación, de moverse por el parque en el sentido de que va cambiando por zonas”, sostuvo.
No suena a exageración afirmar que esta mujer ya octogenaria es una de las voces más autorizadas para hablar de esta monumental obra maestra del paisajismo, de 9.400 m2 –cuenta con 840 acres, casi el doble que Mónaco–, que identifica la prosperidad del Nueva York presente.
Recibe más de 42 millones de visitantes por año. Es mucho más que una atracción turística.
Es el patio de recreo de los lugareños, cruce de etnias, sexos o procedencias sociales, donde se juega al béisbol, se celebran bodas y cumpleaños, se practica el arte del picnic, el vuelo de cometas, el lanzamiento de frisbee, se
siestea o, por no hacer una lista interminable, los jóvenes judíos se citan para ligar cada sábado de buen tiempo en el Great Lawn.
Aunque las nuevas generaciones lo consideran algo normal –resulta inimaginable Manhattan sin su pulmón verde–, no siempre fue así. No. Un parque es un ente vivo. Su diseño requiere tanto artificio o más que los edificios. Y, como estos, precisa mantenimiento. Si al parque no se le atiende, esta simulación de naturaleza adquiere rápido su condición de indomable y salvaje.
La sabiduría de Barlow Rogers se incrementa al documentar el renacimiento de esta seña de identidad. Acaba de publicar Saving Central Park: a history and memoir. “En una época en que Central Park estaba al borde del colapso, me convertí, por una combinación de entusiasmo y suerte, en la líder de la causa para salvarlo de la destrucción”, escribe. “Ser la portadora de la antorcha en esta misión aún resultó más improbable dado mi género, generación y clase”.
Se ríe al recordarle este pasaje. “Ahora diría que portaba una vela en la oscuridad”, matizó.
“Estaba agonizando”, confesó al evocar el periodo que condujo hasta mediados de los setenta y los ochenta: el crimen florecía más que las plantas.
“Había una visión fatalista, nadie creía que se pudiera hacer nada. La ciudad estaba en plena crisis fiscal, al borde de la bancarrota, muchos ciudadanos y corporaciones optaron por marcharse”, rememoró.
Nacida y criada en San Antonio (Texas), con fines de semana en un rancho – “la naturaleza era mi patio y no una representación digital o un juego de ordenador”–, sus estudios y su primer matrimonio la trajeron a Nueva York.
Su interés por el parque empezó como una vecina más fascinada por este artificio creado por el hombre. “Es una ilusión de la naturaleza”, recalcó. Su primer libro, dedicado a los bosques y los humedales de la ciudad (1971), recibió un importante reconocimiento. El segundo acompañó una exposición en el Whitney Museum dedicada a Frederick Law Olmsted, creador de Central Park con Calvert Vaux.
Esto supuso que la invitaran en 1974 a dirigir el “equipo de trabajo” del parque, un programa para jóvenes pagado por filántropos.
Gordon Davis, comisionado de los parques del recién elegido alcalde Ed Koch, supo de su labor. En 1979, Koch la nombró administradora de Central Park y, en 1980, fue una de las fundadoras y primera presidenta de Central Park Conservancy, organización privada que gestiona el recinto –entre las calles 59 a la 110– bajo contrato del Ayuntamiento.
Durante su mandato, que se prolongó hasta diciembre de 1995, ella impulsó la transformación con su labor de convocar actos para recaudar fondos y conseguir que los filántropos incluyeran al parque en su benevolencia.
El Ayuntamiento estaba sin blanca. En sus 16 años de mandato recaudó 100 millones de dólares. Dejó la máquina en marcha.
El parque, sin fondos y maltratado, se convirtió en agujero del crimen, los traficantes y el olvido
Se repararon infraestructuras, bancos, farolas o se borraron más de 4.600 m2 de grafitos
Esa cifra supera hoy los 1.000 millones. “No quiero ser vanidosa, pero mi legado es que la gente se preocupa más por el parque”.
No sólo consistió en un asunto de dinero. Barlow Rogers creó un equipo operativo y diseñó un plan de trabajo global. Afrontó la tarea como si fuera la curadora de un museo y cuidara de cada pieza para la próxima exposición.
Describe este museo como palimpsesto. Capas y más capas. Olmsted y Vaux ganaron el concurso de proyectos. La construcción arrancó en 1858 y en 1873 se concluyó el núcleo esencial.
Como subrayó la rescatadora, se ha de pensar que el terreno elegido era un erial. “Era tierra de nadie donde se quiso recrear un espacio idílico para hacer sentir a los residentes en la ciudad que iban de visita al mundo rural”, aseguró. Había escasos inmuebles –tipo mansiones de veraneo– y poco a poco se colonizó. “¿Sabes la razón del nombre del edificio Dakota? Porque estaba lejos como el estado de Dakota”.
El Dakota queda casi enfrente de este rincón. A sus puertas recibió los tiros mortales John Lennon. Barlow Rogers y la viuda, Yoko Ono, estudiaron el diseño del Strawberry Fields, punto en el que los peregrinos del beatle mártir le rinden culto.
El momento de esplendor inicial se apagó a principios del siglo XX. Se reactivó en 1934 con el nombramiento de Robert Moses como comisionado de parques. Moses, el urbanista más influyente de la ciudad en décadas, lo actualizó con carácter más recreacional que naturalista.
En los sesenta llevó el denominado Central Park à go go de conciertos y manifestaciones multitudinarias. El abuso masivo y la falta de dinero en los setenta lo pusieron en estado de coma. Las estructuras estaban deterioradas, los estanque eran lodazales, las fuentes secas, los prados sin una brizna de hierba, la vegetación arruinada. Se prodigaban los borrachos, los vendedores de drogas, la prostitución o el vandalismo. The Ramble o la parte norte se consideraban tan peligrosas que ni los empleados accedían.
Entonces llegó Elizabeth Barlow Rogers con un lema: “Un Central Park limpio, seguro y bonito”. Las primeras restauraciones –The Mall y la Bethesda Fountain, con su ángel– animaron a los donantes, que empezaron a aportar dinero a cambio de poner su nombre en los bancos.
Se limpiaron 4.600 m2 de grafitos, se renovó el mobiliario o se cambiaron 900 farolas. Volvieron el césped y la vitalidad floral.
Hubo obstáculos, surgidos por la desconfianza en ciertos sectores de que ella favoreciera a las élites. Uno de estos conflictos se produjo al tratar de arrancar una especie invasiva de árboles en The Ramble. Los observadores de pájaros le saltaron a la yugular, a ella, una de los suyos, por “la desacralización de un hábitat de la fauna silvestre”. La reforma se fue al traste. Hoy le queda la satisfacción de que, pasado aquel fervor, la limpieza se realizó.
“No puedes conservar intacto algo como el paisaje, nunca puedes volver atrás ni que se quede igual. Ninguno de estos árboles fue plantados en la época de Olmsted. Los árboles mueren, la cultura del país cambia, surgen nuevas recreaciones. Nuestra misión la inspiró el espíritu de Olmsted, pero jamás podremos replicar lo que él hizo”.
La reinita no se deja ver.